Opinión

Si no existiera

Si no existiera la muerte viviríamos saturados, acostumbrados a una vida apilada. Nada tendrían que ver las estrecheces que, en todos los sentidos, sufre la sociedad actual. Nuestra existencia sería un hormiguero en constante concierto multitudinario, sin apenas espacios ni campos de cultivo, sin poder alimentarnos ni pasear. Llegaría un momento en que no podríamos ni ir al trabajo ni a ningún otro sitio, permaneceríamos de pie o tumbados, colonizando el metro cuadrado que nos corresponde, viendo la vida pasar en un eterno aburrimiento, deseando quizás —quién lo diría—, que hubiese muerte.

Si no existiera la luna no habría mareas ni noches iluminadas tenuemente; por el contrario, una mitad de la Tierra viviríamos iluminados por el sol y la otra, en permanente oscuridad. Nos cabrearíamos más, nos asesinaríamos más, todo más…, pero con menos significado.

Si lo que no existiesen fuesen los atragantamientos, poniendo por caso, evitaríamos muchas muertes accidentales de esas que se producen en restaurantes y que tanta alarma social provocan. Lo mismo ocurriría si no existiesen los ataques al corazón o los malos olores, o los lunes por la mañana, no sé…

Hay tantas cosas que si no existiesen mejorarían nuestro día a día y tantas otras que, por suerte, tenemos y lo hacen más llevadero, que puestos a pedir, casi, casi, diríamos eso de: “Virgencita, virgencita…”.

Y digo yo que los seres humanos somos una especie cuyo rasgo más sobresaliente es el inconformismo. Exceptuando los misioneros y las comunidades monacales, todos los demás nos pasamos el tiempo deseando e imaginando otra realidad diferente al presente, como si lo pretérito o lo que ha de venir fuese un estado de placidez en el que flotan, como acunados por el tiempo, los anhelos que siempre quedan lejos.

Si ahora, por poner otro ejemplo, no existiesen las letras nadie podría leerme ni yo escribir esto; no podríamos conservar otra cosa que no fuese lo que en la memoria cupiese, y ya puestos a fantasear, si no existiese el tiempo no habría ni niños ni mayores, nada.

A veces, cuando asisto como espectador a la falta de entendimiento que nos inunda, pienso en todas las cosas que nos unen y que —queriendo o sin querer— nos esforzamos en que nos distancien. Somos lunáticos de la discordia, nos atragantamos de tanto hablar y poco escuchar, la hilaridad conquista el corazón y el aroma a bondad es como una colonia barata: dura poco. Tampoco leemos ya entre líneas y nos falta tiempo para dedicárselo a lo que verdaderamente importa. Dicho esto, a través del catalejo aún se ve despuntar la isla del optimismo. Tan lejos, tan cerca.

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