Opinión

Los de ETA no eran gudaris, como ahora se dice

Hay cosas que conviene recordar ahora que, hasta en el cine, se blanquea y honra a los pistoleros de ETA, se les rinde homenaje público, cuando salen de la cárcel (dice Marlaska que son manifestaciones de la libertad de expresión); una vez concentrados en el País Vasco, va saliendo de la cárcel, pese a que ni han mostrado arrepentimiento ni ayudan a aclarar sus más de 300 crímenes impunes, y hasta gracias a la Ley de la Memoria Democrática hasta bien entrados los años ochenta, se juzga al Estado que los persiguió o se los convierte en víctimas y “luchadores por la democracia”, como auténticos gudaris, conviene recordar esa otra historia.

“Gordexola” es una hermosa palabra. En euskara significa “guardianes del lugar”. Pero esta bella palabra está incorporara para siempre a la historia de la infamia. Cuando las tropas de Franco avanzaban sobre el País Vasco, desde la lógica de la guerra -dolorosa, pero lógica- el Gobierno de la República ordenó al mando de Ingenieros que destacara una unidad de zapadores para volar los altos hornos de Baracaldo, misión que se dispuso a ejecutar el coronel Prada. Entre sus soldados se encontraban algunos gallegos, antiguos mineros. Pero el Gobierno autónomo del presidente Aguirre, quien por mediación del Vaticano se hallaba en tratos para pactar la rendición de sus gudaris y una paz por separado, decidió que debían ser mantenidos en pie, lo que equivalía, como así fue, a su entrega a Franco y que, inmediatamente, empezaran a producir para el esfuerzo de guerra del bando rebelde, y para Hitler. Cuando los soldados republicanos del coronel Prada se acercaron a Baracaldo fueron recibidos con una rociada de balas el tiempo suficiente para la llegada de los soldados de Mola, a quienes las milicias del PNV se rindieron mansamente.

En 1976, con ocasión de celebrarse en Vigo el I Congreso de las Sociedades Gallegas en la Emigración, primero en suelo patrio desde la guerra civil, tuve ocasión de conocer a destacados exiliados republicanos. Recuerdo especialmente a dos que me impresionaron particularmente: uno era el intelectual Arturo Cuadrado; el otro un sencillo ex minero de Lausame. Era uno de aquellos leales soldados de la República que sintió en su carne le vergonzosa traición de los vascos. Todavía se emocionaba -y me emocionaba a mí- cuando recordaba el episodio que ahora rememoro. En su lbro “Breve historia del nacionalismo vasco”, el abrtzale Francisco Letamendía escribe: “Franquistas y alemanes tendrán la grata sorpresa de encontrarse, a la caída de Bilbao, con un potente mecanismo productivo intacto y listo para satisfacer inmediatamente sus necesidades bélicas”. Se denomina “Pacto de Santoña” al ignominioso acuerdo establecido entre el PNV y el fascismo italiano para abandonar a la República y rendir los batallones vascos en el frente de Santander. El diario nacionalista Deia, número 69, de 26 de agosto de 1977 publicó la versión del PNV de este repugnante suceso en labios de uno de sus principales protagonistas, el “jelkide” Juan de Ajuriaguerra.

Lo más increíble de este suceso es que el acuerdo incluía, además de la rendición total, a cambio de la paz por separado, un simulacro de batalla “para salvar el honor de los gudaris”. Esta misma gente es la que ahora celebra, todos los años, sin rubor alguno el llamado “Día del soldado vasco”. Y así fue: no existe antecedente en la guerra moderna de que unidades orgánicas, batallones enteros, con sus jefes al frente, se entreguen al enemigo, como lo hicieron las milicias del PNV. Claro que el tiro les salió por la culata, y Franco se negó a aceptar el pacto que, Vaticano por medio, el PNV había firmado con los de Mussolini. Pero ni siquiera en la adversidad floreció la flor de la solidaridad. Me contaba nuestro paisano el minero y zapador que, caído el frente norte, los prisioneros republicanos fueron recluidos en el penal y el campo de concentración de Santoña. También allí había dos bandos: por un lado, el conjunto de soldados de la República, sin distinción; por otro, los del PNV. Existían dos socorros: uno rojo, para los cautivos en general; otro azul, para los del PNV. Eso sí, los gudaris rezaban todas las tardes el Santo Rosario y frecuentaban los sacramentos. Como debe ser.

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