Opinión

Las inolvidables historias del Teatro Principal y sus servicios a la ciudad

Para varias generaciones de ourensanos, el Teatro Principal es un referente de horas felices, incluso en su decadencia, y su escenario lo fue al tiempo de todo tipo de acontecimientos diversos de la historia de la ciudad, incluidos aquellos entrañables festivales sociales que presentaba Luis Madriñán Neira, de quien ya he hablado. Aunque de niño yo escuchaba en Radio Ourense sus “charlas al viento” nunca lo conocí en persona, pero sí pude recoger el testimonio de quienes lo trataron a través de los hijos de sus coetáneos. En ese sentido, alguna de sus más sabrosas anécdotas me las contó Segundo Alvarado Feijoo-Montenegro. En los años sesenta, el Principal era cine de reestreno, con función infantil y entradas en general más baratas que el resto de las salas de aquel tiempo. Nunca he contado que en aquel cine nos metíamos las patrullas de vigilancia del Regimiento Zamora 8 que cada tarde (un cabo primero o sargento, dos cabos y dos soldados) salíamos de patrulla por la ciudad por si hubiera alguna incidencia con la tropa de paseo. No recuerdo ninguna. Como la tarde era larga, eran forzosas dos visitas: una a la calle Villar y otra al Principal. Nos dejaban entrar sin problemas y tras haber dado una vuelta por la ciudad pasábamos allí gran parte de la tarde.

Tiene el principal más antigüedad de lo que sospechábamos. Debo confesar que para mí una sorpresa, leyendo los trabajos más solventes sobre determinados aspectos de la historia urbana de Ourense, que este teatro proceda del primer tercio del siglo XIX, quienes citan las referencias a su existencia que figuran en el “Diccionario Geográfico-Estadístico e Histórico” de Pascual Madoz, donde por cierto figura un interesante plano del Ourense del pasado. Es larga y densa la hoja de servicios del Principal, vinculada en ese sentido a la propia aparición de orfeones, rondallas y otras agrupaciones artísticas que fueron surgiendo a caballo de los siglos. Por cierto, que entre viejos documentos de la empresa Fraga, abandonados en uno de sus cines de Vigo, encontré datos de cuando el famoso empresario lo tuvo entre sus salas alquiladas.

Por su estructura de teatro italiano, de ancha embocadura y fondo, era un escenario ideal para las funciones de teatro, zarzuela y conciertos. Pero eran de especial agrado del público los festivales, digamos que familiares, en los que intervenían jóvenes talentos locales y las ya referidas masas corales y de danza que iban surgiendo y que tenían como presentador inolvidable a Luis Madriñán Neira. Pero si por algo era famoso el teatro era por el público de los estratos superiores, vulgo “galiñeiro”, donde reinaba siempre el buen humor. Alvarado me contó dos divertidas anécdotas que recogió de su madre. Una era en los años en que la ciudad estaba pendiente de la llegada de un telegrama que confirmara la continuidad de las obras de salida por Puebla de Sanabria-Zamora a Madrid (que no se ejecutaron hasta los años 50 del pasado siglo). En una de las obras que se representaba, en una de las escenas llega un telegrama, y para aumentar la tensión dramática, en lugar de abrirlo, la actriz daba vueltas dudando en tanto el público se impacientaba, hasta que una voz del “poleiro” gritó: “¡A ver si é o do ferrocarril!”. Fue tal el alboroto y la risa, que hubo que detener la función.

Otra escena graciosa tuvo lugar en aquellos festivales familiares. Había unas conocidas señoritas que siempre llegaban tarde de manera deliberada a las funciones, de modo que al ocupar su cargo todo el mundo dirigía la mirada hacia ellas. No recuerdo su apellido familiar, supongamos que fuera Fernández. Luis Madriñán Leira había salido a escena correcto y atildado y saludó al público con estas palabras: “Señora, señores, ahora que estamos todos..”. Pero no pudo seguir porque desde general una voz dijo: “Aínda non, faltan as de Fernández”, momento en que las citadas aparecieron en su palco en medio de la chirigota general. Para los chavales de los años sesenta, fue el cine más querido y barato. Alguna vez hemos citado al personaje conocido y recordado de aquellos días, del que se cuentan tantas historias y tan buenas que muchas de ellas apócrifas merecerían ser verdaderas. Me refiero al mítico “Peripepe”, paciente acomodador una de cuyas misiones, entre otras, era evitar el lanzamiento de diversos objetos al patio de butacas desde los estrados superiores. Creo que se le debería recordar con una placa en el Teatro Principal.

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