Opinión

Pedir perdón con vergüenza

Las cifras son terribles, a pesar de que las estadísticas seguramente no recogen ni la mitad de la realidad porque muchos casos de abusos sexuales a menores no son denunciados por vergüenza, miedo, confusión, sentimientos de culpa o desconfianza. Pero millones de niños son víctimas en todo el mundo de abusos sexuales y de explotación. Y quien los comete, lo que es un dato aterrador, son, sobre todo, los padres, los familiares, los maridos de mujeres niñas, los educadores y los entrenadores. Nueve de cada diez muchachas forzadas lo son en el ámbito familiar. Uno de cada diez niños sufre abusos sexuales, dieciocho millones de niños en Europa, donde la infancia está más protegida seguramente que en ningún otro continente. Internet es hoy un terreno abonado para los depredadores. El turismo sexual con niños o niñas sigue siendo un inmenso negocio. Es un delito abominable venga de donde venga porque destruye personas que aún no están formadas y las destruye para siempre. Estamos hablando de infancias invisibles y perdidas. Lo es porque, salvo en pocos casos, el mundo mira siempre hacia otro lado.

El delito es más grave cuando se produce entre quienes deberían proteger a las víctimas en lugar de aprovecharse de ellas. En la familia o en la escuela, sin duda. Y en la Iglesia, que, aunque formada por hombres y mujeres normales, debería ser una institución ejemplar. Jesús de Nazareth advirtió claramente a quien escandalizara a un niño, diciendo que más le valiera que le colgaran una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. La Iglesia ha escondido en su seno conductas intolerables de pederastia, ha protegido a los pederastas y solo ahora, voluntaria o de forma forzada, empieza a ser capaz de inventariar lo ocurrido, tomar medidas para que no se repita, poner ante la justicia a los culpables y pedir perdón a las víctimas.

El papa Francisco ha pedido perdón con vergüenza, después de la cumbre de estos días en Roma donde las víctimas han tenido voz delante de los responsables de todas las conferencias episcopales. No es el final de una vergüenza. Debe ser solo el comienzo. La Iglesia católica, todas las Iglesias nacionales y diocesanas, tiene que afrontar el problema con rigor, con exhaustividad y con transparencia. Francisco ha pedido unidad "para erradicar esta brutalidad" y ha propuesto medidas que van desde la protección de los menores a la entrega a la justicia de cualquiera que haya cometido esos crímenes, pasando por una mejor y más exigente formación de sacerdotes y religiosos y el acompañamiento y escucha de las personas abusadas.

Seguramente a muchos no les parezca suficiente lo que va a hacer la Iglesia. Y tal vez haya que hacer más. Por ejemplo, en España, donde la Conferencia Episcopal debería tomar la delantera y hacer una auditoría real de los hechos. España no es el país donde han surgido más denuncias de abusos ni más escándalos. Los ha habido. Pero también hay millones de ciudadanos, educados en centros de la Iglesia, que pueden testificar que nunca fueron víctimas de abusos ni los hubo en los centros en los que estudiaron. Hubo y hay una inmensa mayoría de sacerdotes y religiosos fieles y leales a su ministerio. Algunos países han constituido comisiones independientes para buscar la verdad. España debería hacerlo también. No hay que tener miedo a la verdad, aunque tampoco hay que convertir esto en un "Gran Hermano" como pretenden algunos. Se necesita reparación, humildad y valor. La Iglesia se juega mucho en esta hora. Pero tiene fuerza, fe y credibilidad para hacerlo.

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