Opinión

La derecha criminal y otras formas de odiar

Alejandro Nieto, ese gran catedrático emérito, sostiene que “una de las tareas del sistema es la manipulación generalizada. El arte de la democracia, dice, es el arte de la manipulación de los votantes” a los que muchos quieren adoctrinados, sin pensamiento crítico, incapaces de ser un verdadero contrapeso al inmenso poder que tienen los líderes de los partidos políticos.

El poder no está en el Estado sino en quien lo ocupa -insisto, independientemente del color político- y como dice Nieto, el partido que gobierna “ocupa” el Estado, el aparato ocupa el partido y, simultáneamente, el jefe de un pequeño grupo de dirigentes del aparato, lo domina todo. En nuestro caso actual, eso se duplica por dos porque Pablo Iglesias ha encabezado, y, de momento sigue haciéndolo porque no ha dimitido ni piensa hacerlo hasta el 20 de abril, un Gobierno dentro de otro Gobierno. Él ha decidido quién le va a sustituir y se lo ha comunicado así a Pedro Sánchez, apenas unas horas antes de hacer pública su dimisión.

Que Sánchez haya “relegado” a Yolanda Díaz a la tercera vicepresidencia es significativo, pero no oculta que no es él quien nombra a sus ministros. O, por lo menos, no a todos.Pablo Iglesias, pero no sólo él y no sólo en la izquierda, es un ejemplo clarísimo, de esa manipulación generalizada de la opinión pública, de esa soberbia de los políticos y de la falta de democracia interna en los partidos. En todos. Hace poco Angélica Lidell, la gran creadora teatral, decía que “detesto a los actores y su mundo, me da fatiga el artisteo, ese lodazal de egos, ansias de destacar y de ser especiales. Los actores son ruidosos, tontos”. Cambien artistas por políticos y la frase vale igual. El problema es que los políticos gestionan nuestro dinero y, lo que es mucho más importante, nuestros derechos y libertades. Y, casi siempre, lo hacen desde una superioridad moral que deja el ego de los actores y su impudicia al hablar y tratar temas relevantes en una anécdota de colegio si lo comparamos con la actitud de la clase política. Pablo Iglesias piensa, como lo hace el diputado y número 2 de la CUP catalana, antisistema y anti-Constitución del 78, que “la violencia en la calle está causada por una violencia estructural”. Pablo Iglesias está más cerca de lo que piensa el Govern de ERC y Junts, con apoyo de la CUP, que se va a formar en Cataluña para seguir desafiando al Estado y a la justicia, que del candidato del partido del que es socio en el Gobierno de España.

Y Pablo Iglesias, que ha contribuido de manera principal a enrarecer el clima político y a buscar el enfrentamiento radical de los españoles, incluso o sobre todo desde el Gobierno de la nación, ha arrancado su campaña electoral diciendo que baja a la arena política de Madrid para frenar “a la derecha criminal”. Odiar parece divertido para algunos y, como decía un abogado y bloguero entrevistado por Andrew Marant, un periodista de The New Yorker, “el conflicto es atención y la atención es influencia”.

Iglesias lo sabe perfectamente porque es un creador de conflictos y un pirómano que no aspira a ser bombero. No me gusta el lema de “comunismo o libertad” que está usando el Partido Popular en Madrid. Pero Pablo Iglesias representa lo peor de un comunismo trasnochado y fracasado en todo el mundo. Y su sucesora como vicepresidenta del Gobierno mantiene el carné del PCE. Comunismo es, aunque hecho desde lujosos chalés y con protección de la Guardia Civil.

El filósofo Daniel Innerarity propone dejar de prestar atención “a quienes están todo el día extendiendo certificados de virginidad ideológica, autenticidad en la representación del pueblo o integridad política”. Necesitamos políticos, intelectuales, filósofos que busquen acuerdos, que piensen en todos los ciudadanos y en sus problemas reales y que dejen con el culo al aire a los sectarios y a los salvapatrias. Por nuestra salud moral.

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