Opinión

El carnaval y la identidad perdida

Alegría, colorido, risas, bailes, desinhibición, bullicio, música, ruido, mucho ruido...El carnaval es la unión de la energía de cientos, de miles, quizás de millones de seres humanos que trasgreden sus hábitos, sus obligaciones, identificándose con lo prohibido, con lo oculto, huyendo del miedo al ridículo, enfrentándose a sus fantasmas, a sus temores, empatizando con el desconocido, con el vecino, con el foráneo; buscando el riesgo y dejándose cautivar por el mantra de un sonido repetitivo y alienante, en un agotador culto a la vida y al erotismo del ciclo existencial.

En una alianza extraña entre el botellín y la máscara se crea un centauro liquinoso de humanidad y alcohol que vibra sin descanso a pesar de la angustia del tiempo perdido. Los detritos de la orgía cósmica fruto de la eclosión de tanta materia desechada han de ser recogidos por los sufridos servidores del orden oculto; cristales rotos, plásticos, vómitos, papeles, trapos…suciedad y restos de la batalla entre el orden y el caos. A esta brigada habría que rendir homenaje por su abnegación y sacrificio en pro de mantener el escenario en condiciones de que el gran teatro pueda seguir su curso de trasgresión programada y controlada por el bien del culto al tótem de la identidad añorada.

Todas las madrugadas un pequeño ejército de limpieza actúa con inusitada diligencia en busca del aseo de calles, plazas, papeleras y contenedores, recogiendo miles de kilos de restos de la fiesta de homenaje al “Yo” oculto, que todos llevamos dentro. Son anónimos servidores de una sociedad ingrata que no se pregunta ¿quién recoge lo que yo arrojo? 

Máscaras sagradas, ironía inteligente, humor sagaz, elegancia aristocrática, parodias sugerentes, travestidos satisfechos, todos ellos en una macedonia de luz y color donde las risas y la música se mezclan en un jolgorio de alocada entrega a la diversión compartida. Charangas, bandas de música, gaiteros, carrozas, “maquinillos”…compiten con el afán de imponer su sonido como hegemónico en el caos de la fiesta equinoccial, puerta a la eclosión de la vida.   

El sueño tiene su despertar, la realidad se impone sobre la ficción de un deseo inalcanzable; el dulce encanto de una infancia perdida ha renacido de las intrincadas neuronas de la selva del olvido. Todo gira, nada permanece, la angustia de lo predecible ha sido un instante vencida por el fuerte deseo de libertad. 

Lo viejo resurge como seña de identidad; el pasado da respuesta a un presente huérfano de objetivos, el miedo oculto a un futuro incierto intensifica el baile lúdico de emuladores de derviches, ignorando la ceremonia sufí de los Mevlevi  que simboliza la ascendencia espiritual hacia la verdad, acompañada del amor y liberada del ego. 

El tiempo se acaba, la sardina ha caído en las redes del avispado pescador y acepta, como el ave Fénix, su eterno renacer. El sacrificio sacia las ansias antropófagas de los hijos de la noche. Mientras  el reloj vuelve a marcar el tiempo de la identidad perdida. 

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