Opinión

Efemérides de un hombre bueno

La Historia está llena de personajes que han dejado su impronta en este planeta. Líderes carismáticos, hombres de ciencia, artistas, escritores, filósofos, profetas, genocidas, investigadores…; algunos de ellos han determinado el futuro del género humano, al descifrar enigmas que la naturaleza guardaba en sus profundas entrañas. Otros han modificado el devenir del territorio donde han desarrollado su actividad, sin pretender influir más allá de su corta existencia. Pero la gran inmensidad de los seres humanos ha participado como grupo en la evolución de nuestra especie; han vivido sin pretensiones, en un anonimato sin proyección en la colectividad, sin ambiciones, tratando preferentemente de mejorar sus condiciones de vida y la de su entorno afectivo y social. Son héroes de cada día, que han soportado adversidades y lo han hecho con dignidad y honor. Hoy quiero y debo homenajear a un hombre humilde, profundamente bueno y generoso: Antonio Iglesias Vázquez, mi querido padre.

Me atrevo a compartir con mis fieles lectores algo profundamente íntimo, la deuda inmensa que tengo con una de las personas que más valores me ha trasmitido; aprovecho para ello el centenario de su nacimiento, el 18 de septiembre 1914; a los cincuenta días del estallido de la primera guerra mundial. Lo recuerdo como un hombre afable, cariñoso, con infinidad de amigos y sobre todo muy enamorado de su mujer. Mi memoria está llena de residuos de acontecimientos y datos, con infinidad de imágenes, pero muy desordenadas y mal conservadas; han pasado 46 años desde el día de su fallecimiento y no puedo recordar ni olvidar (terrible contradicción de nuestra mente) sus gestos, su sonrisa, su afectuosidad y su penosa enfermedad que segó su vida prematuramente. Fumador empedernido, fue incapaz de sustraerse al veneno que iba acortando su existencia; fumaba a escondidas, se avergonzaba de su falta de voluntad para dejar el tabaco, silencioso y lento asesino de millones de víctimas.

Un 11 de noviembre de 1968 lo encontré muerto en su cama, me había llamado por la noche, se encontraba mal pero su bondad infinita hizo que me fuera a dormir cuando percibió mi cansancio. Siento rabia y dolor al evocar aquella terrible noche, en la que no supe percibir la gravedad de su estado y no le pude acompañar en sus últimos momentos.

Agente comercial, por razones de su profesión viajaba mucho. Solía venir los fines de semana y su presencia reforzaba la cohesión familiar. Los domingos solíamos ir a merendar al “Pino”, cogíamos el autobús (el carrito no llegaba tan lejos, su última parada era en la estación del tren) que nos dejaba enfrente de unos chiringuitos con mesas de madera donde servían unos riquísimos calamares. También era obligado los domingos, al salir de misa en Santa Eufemia, el tomar una “tapita” en el Pingallo.

Solía jugar la partida en el café Madrid, situado en la calle del Paseo, aproximadamente enfrente del chalet Losada; era tal la humareda, que cuando lo íbamos a llamar nos costaba trabajo el localizarlo entre la cantidad de clientes que abarrotaban el local. Aquel ambiente no beneficiaba nada su delicada salud.

Nunca le oímos una mala palabra, ni un gesto violento, ni un desplante; solo nos trasmitía respeto y valores. La humildad y la tolerancia eran virtudes que emanaban de su forma de ser. Solo se alteraba cuando veía un partido de fútbol, era un apasionado aficionado que había jugado en su juventud y conservaba su gusto por el deporte rey.

Hay quién afirma que los hombres se hacen sociables si mantienen la distancia entre ellos, porque la intimidad destruye la sociabilidad. Afirmo que tal opinión tiene al menos la excepción de los hombres y mujeres bondadosos que nos enriquecen con su proximidad. Antonio Iglesias no gozó de fama, no escribió un libro, no se dedicó a la política, no fue orador ni aventurero, fue sobre todo un buen esposo, un excepcional padre, un cariñoso hermano y una buenísima persona. Hoy, en el centenario de su nacimiento, quiero mostrar el orgullo de ser su hijo.

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