Opinión

El ayer fue mejor

Eran las cinco de la mañana, las campanadas del viejo reloj así lo anunciaban. Su tañer melancólico recordaba la llamada a difuntos; las calles estaban desiertas, la noche había sido larga; los restos del profano festín ensuciaban los caminos empedrados. Los habitantes de la villa descansaban de las largas jornadas de un carnaval vistoso y alegre; nubarrones oscuros advertían de la llegada de una tormenta reparadora que lavaría los pecados de don Carnal e indultaría a los trasgresores de las viejas normas. Los tiempos eran difíciles, todos temían un futuro marcado por las consecuencias inevitables de un dramático cambio climático; el miedo les empujaba a huir hacia la nada sin vislumbrar la salida del túnel construido por una civilización decadente e irreverente abocada al Armagedón bíblico.

Las masas salen a las calles, las plazas se cubren de ciudadanos irritados por la negligencia de una clase política incapaz de dar soluciones a los graves problemas que desertizan el mundo rural. Insignificantes criaturas amenazan a la humanidad con la toxicidad del miedo a lo desconocido y la ignorancia del “¿por qué?” está sucediendo. La máquina refuerza su poderío en contraposición a la fragilidad de la carne; un mundo irreal y fantástico convierte en posible lo que ayer era el sueño ficticio de un visionario ilustrado. 

Las seis y las campanas repican lastimosamente acariciando los oídos de insomnes trasnochadores abrumados por una clarividencia luminosa que les empuja a una oración que se convierte en súplica ante la nada. Lo fútil se hace trascendente; el diálogo abre camino a una esperanza transitoria entre los que buscan su identidad en un territorio impreciso y virtual. Los atlas, sostenidos en la cerviz de un superviviente de la matanza de los hijos de Gea, siguen siendo la referencia visual ante la orfandad histórica.

Un nuevo repiqueteo anuncia las siete entre la bruma de un chirimiri providencial que lava las conciencias del presente sin aludir al pasado, falseado una auto confesión donde la atrición domina a la contrición en un egocentrismo enfermo por la pérdida de protagonismo en una sociedad donde el ayer siempre fue mejor. Un desfile de fantasmas bidimensionales se filtran en un fluir constante de recuerdos alterados por ucronías personales que exculpan erróneas decisiones. Mientras eso sucede, miles de palestinos son arrojados de sus tierras y el imperio impone su mandato por la violencia del más poderoso. 

Las campanas enmudecen agotadas por el esfuerzo infructuoso de ignorado alguacil del tiempo perdido. Playas destruidas, viales impracticables, cimas desmoronadas, cosechas arrasadas, los dioses siguen exigiendo el sacrificio sangriento de ofrendas vivas que sacien la venganza de la naturaleza por la ingratitud del Homo sapiens.

 La luz solar irrumpe con fuerza, acogiendo el sacrificio incruento de candidatos inmolados por la venganza de efímeros líderes incompetentes. Los afectos han muerto absorbidos por un capitalismo salvaje que impone las reglas de un compulsivo mercado. 

Los viejos se refugian en un lejano ayer, mientras los jóvenes claman por la esperanza de un futuro mejor. En la madrugada del mañana tal vez continúe el tañer del viejo reloj.

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