Opinión

El privilegio de vivir

Estaba feliz, su tía le había prometido que si sabía la lección acompañaría a sus primos a llevar las vacas a “La Lomba”, la finca edénica de su abuelo. Saldrían a las once de la mañana y llevaría un bocadillo de chorizo con un puñado de castañas para almorzar en el monte. Madrugó, el canto del gallo ofició de cronómetro y a las siete en punto un cacareo intenso anunciaba el comienzo del nuevo día. A pesar de su ansiedad tuvo que esperar a que su querida tía le ayudase a vestir, y mientras lo hacía le iba preguntando lo que le había enseñado el día anterior. Le mandó repetir el Padrenuestro y el Avemaría varias veces, no tuvo ni un solo fallo y la anciana tía así lo reconoció con una luminosa sonrisa. Preguntó si su hermano le acompañaría aun a sabiendas de que este era más partidario de quedar en casa leyendo el Quijote. 

El anciano suspiró, las noticias eran, como casi siempre, alarmantes; el coronavirus seguía incontrolado y las víctimas aumentaban en una progresión aritmética, el miedo atenazaba a la población mundial y lastraba la economía arrastrando a las bolsas en un desplome incontrolado. Frunció el entrecejo cuando leyó la noticia de la absolución de Donald Trump del “impeachment”, el cambio climático continuaría en la senda de destrucción al seguir contando con la colaboración de tan singular, poderoso y nefasto personaje. No le sorprendió el accidente espectacular de un avión en Estambul, en la rueda del destino a esta semana le habían tocado los incidentes al transporte aéreo. Se levantó cuando sonó el timbre del portal de su casa, abrió la puerta y esperó. Su rostro se iluminó eran sus hijos que venían a pasar unos días en su compañía.

Las horas parecían minutos, las vacas pacían serenamente hasta que la dirección del viento anunció un peligro inminente: tres robustos lobos se acercaban sigilosamente hacía el ganado. Los jóvenes zagales hicieron uso de las cornetas que colgaban de sus pechos. El agudo sonido de los cuernos causó un efecto inmediato, las fieras huyeron despavoridas y el ganado siguió pastando como si nada hubiese interrumpido su ingesta de sabrosa hierba. Al poco rato, cuatro fornidos labradores se acercaron a los muchachos y les aconsejaron que volviesen a casa, los cánidos estaban hambrientos y no tardarían en volver. Reunieron el ganado y regresaron apurando la marcha temerosos de ser atacados por los hambrientos animales. Aquella noche, a la luz del hogar, el niño contaba su aventura a los comensales que saboreaban unas “filloas” recién hechas, el joven se sentía protagonista por primera vez en su vida.

El viejo estaba radiante, sus seres más queridos compartían mesa y mantel con él. No era protagonista de nada y escuchaba con atención la conversación de sus vástagos. La más joven manifestaba su apoyo a Nancy Pelosi por valentía al romper el discurso de Trump en señal de rechazo a sus políticas xenófobas y machistas. Todos coincidían en la necesidad de apoyar activamente cualquier medida que paliase el deterioro medioambiental. Fue una cena agradable solo interrumpida por una llamada telefónica anunciando la muerte de uno de sus primos de la infancia.

Sin luz, sin agua corriente, sin servicios higiénicos, sin calefacción, cocinado sobre la “lareira”, viviendo como en la Edad Media, en la negra noche de una dictadura fascista, sin libertades, sin democracia, donde los derechos humanos eran una utopía y, a pesar de todo, que felices éramos los niños. El viejo sonrió y parodiando a Neruda dijo: “Confieso que he vivido” 

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