Opinión

El viaje

El autobús iba lleno; mujeres con sus hijos en brazos, ancianos con sus bastones entre las piernas, jóvenes con cestas llenas de deliciosas naranjas, estudiantes con sus libros sobre las rodillas… pero entre todos ellos destacaba por su belleza una campesina, humildemente vestida, que portaba una bolsa con huevos. El conductor dio el aviso de que las puertas se iban a cerrar y el vehículo iniciaría su viaje hacia su destino. El silencio reinaba entre los pasajeros y ninguno se atrevía a romper la magia del sonido del motor, que embrujaba los espíritus y helaba los corazones. Unos se persignaron, otros balbucearon oraciones en voz imperceptible, los más viejos abrieron un misal y susurraron párrafos de una misa inexistente. En los asientos traseros, una niña gemía en un mar de lágrimas, mientras los estudiantes trataban de memorizar textos ininteligibles. Los kilómetros eran devorados lentamente por el destartalado carruaje, en una travesía peligrosa por la gran cantidad de baches que horadaban la calzada, baches hábilmente sorteados por el hábil conductor acostumbrado a evitar accidentes innecesarios que retrasaran la llegada al destino soñado.

La primera parada fue en la plaza de una villa triste y polvorienta. Un caballero alto, enjuto y de mirada torva esperaba a los pasajeros que se apearon lentamente, procurando llevarse todas sus pertenencias. El iracundo conductor los apremiaba con gritos desaforados, lejos de cualquier atisbo de cortesía, uno a uno se fueron bajando todos los viajeros, excepto la joven campesina porteadora de la bolsa de huevos, y cuando el último puso sus pies en tierra el chófer arrancó profiriendo maldiciones contra el pasaje que tan dócilmente se había comportado. 

La miseria se extendía como una gran mancha de aceite, la antesala del deseado paraíso era gris, sucia y desprovista de vegetación. Cientos de humanos estaban inmóviles como estatuas de barro haciendo juego con el paisaje desolador. Era, sin embargo, el único camino que conducía a la tierra prometida. El caballero enjuto los apremió y les obligó a dejar abandonados sus preciados enseres: las naranjas fueron devoradas en escasos segundos; los bastones se apiñaron en un extraño montón que pronto se convirtió en una pira deslumbradora; los libros de los estudiantes fueron arrojados al fuego purificador y los bebés fueron separados de sus padres y repartidos entre las estatuas vivientes cuyos ojos brillaron de codicia. 

Caminaron un largo trecho, muchos abandonaron y quedaron inertes en los bordes del camino. Otros se negaron a pagar la cuota exigida por el sicario enjuto de mirada torva y fueron cruelmente eliminados. Muchas madres huyeron con sus hijos y fueron perseguidas para ser devoradas por fieros mastines. Solo los más fuertes vislumbraron el muro de la esperanza y se dispusieron a cruzarlo. ¿Cómo? De pronto entre la bruma surgió una grácil figura que les señaló la senda que conducía al otro lado del muro, era la bella campesina de la bolsa de huevos. Un griterío de júbilo rompió el silencio de la noche, pero pronto se convirtió en un alarido de terror. La figura se trasformó en la imagen de un histriónico Pato rubio de aspecto grotesco que sonreía al mismo tiempo que ordenaba disparar a los siervos del poder. Mientras cientos de cadáveres se amontonaban en la frontera el siniestro personaje bramaba: ¡Ningún miserable extranjero perturbará el orden de mi patria! Y la mayoría de su pueblo lo volvió a votar.

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