Opinión

El viejo león

El viejo león rugió, fue un rugido apagado, triste, decadente. Parecía más bien el bufido de un pequeño felino. Qué lejos quedaba el aterrador rugido que anunciaba el comienzo de la caza del rey de la sabana, todos los animales de la planicie sabían que una máquina de matar se ponía en marcha y se disponían a huir despavoridos. Las hembras de la manada estaban dispuestas a cumplir con la misión de alimentar a la corte del temible macho dominante; temían que el fracaso pusiese en peligro a su prole y ellas mismas podían sufrir la ira del feroz matador. 

Hoy tenía hambre, pero estaba solo, era lento, sus garras habían perdido el filo asesino que tantos éxitos le había proporcionado. Sus colmillos apenas eran una sombra de las temibles cuchillas que tantos adversarios habían eliminado. Había reinado durante ocho largos años, había fornicado miles de veces, sus hijos sobrepasaban la docena y había sido un vigoroso líder sanguinario e inmisericorde.

Lo había sido todo, había desempeñado cargos de gran responsabilidad; su firma era suficiente para que se tomaran decisiones de gran envergadura; había colocado a docenas de simpatizantes en puestos de confianza; se había codeado con las más altas instancias de la nación; no había fiesta ni sarao que no contara con su presencia. Era insustituible en reuniones de gran trascendencia y era tal su poder que tenía la llave maestra que ponía en marcha las puertas giratorias. Era temido, odiado y reverenciado; llegó a amasar una inmensa fortuna fruto de su corrupta gestión. 

Nada es eterno, todo sucumbe, miles de estrellas nacen todos los días, mientras otros millares se funden en las entrañas de los agujeros negros. No hay poder personal que cien años dure; sátrapas, dictadores, caudillos, autócratas, caciques, opresores… son tormentas humanas que acaban por disolverse en la máquina de la historia. Pequeños personajes magnifican su presencia para ocultar la angustia que les causa su efímera existencia. Como almas en pena buscan el lugar adecuado para seguir imponiendo su decadente presencia. Lástima, desprecio y repugnancia desprende su ridícula ambición.

Las hienas, sedientas de venganza, huelen la debilidad de su gran enemigo. Sus risas hielan la sangre de los animales de la seca pradera; los mamíferos hace tiempo que han emigrado, los carnívoros vagan silenciosos en busca de una débil presa; la manada del viejo león tiene un nuevo y poderoso líder. Herido en su dignidad, el decadente rey se levanta con lentitud, abre sus fauces en el intento de impresionar a los carroñeros que le rodean y le atacan con inusitada agresividad.

La pérdida de poder le produce ansiedad al poderoso caído, se siente desamparado, inútil y vulnerable. Los siervos lo desprecian; los socios lo evitan; los amigos lo repelen; todos huyen de su presencia. Triste final para quien ha sido y no es; para quien ha tenido y no tiene; para quien no ha amado y ha odiado. El viejo león muere dignamente en su última batalla contra la jauría de carroñeros. En la más tenebrosa soledad expira el despojo de quien no ha sido humano y ha querido ser dios. 

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