Opinión

Los fantasmas vuelven a vivir

El tiempo transcurría lentamente, los minutos se convertían en horas, las horas en días y los días en años; la espera parecía eterna. Los libros descansaban en los estantes cansados y aburridos de un recreo sin límites. El Quijote compartía con el Buscón y la Odisea el tercer estante de la vieja librería, en una anárquica clasificación que duraba desde que el viejo había compartido con ellos sus secretos más íntimos. Lamartine participaba de un odio eterno a Napoleón coincidiendo con Víctor Hugo y quizás por ello ocupaban juntos la esquina del tercer estante, distanciados de Stendhal, que se había vuelto crítico objetivo con el emperador desde el compromiso de condenar la aristocracia y revindicar los derechos de los desheredados, todo ello a pesar de pertenecer a la alta burguesía.

 Solo y detrás de varios textos, Honorato de Balzac, marginado por su apoyo al materialismo histórico. Manoseado, ajado, con anotaciones y ocupando un lugar privilegiado sobre el atril se encontraba el libro preferido del viejo lector: “El pecado del padre Mouret”, un canto a la belleza de la naturaleza y al amor prohibido. Zola, su autor, era para el viejo adolescente símbolo de la dignidad contra la violencia y el poder; su compromiso con el capitán Alfred Dreyfus, condenado por traición por un tribunal militar de neto corte antisemita, había sido valiente y arriesgado. Su “Yo acuso” es un manifiesto en pro de la verdad y la libertad, al margen del populismo prefascista enraizado en la Francia de Joseph Arthur de Gobineau, autor del texto supremacista ario “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas”.

Ocupando la más alta de las estanterías, los escritores rusos se hermanaban con los primeros autores de la recién nacida Unión Soviética. Así podíamos encontrar a Chéjov, el preferido de León Tolstoi; discutir acaloradamente con Veresáev, autor de “Memorias de un médico” (autobiográfica) por el elogio que este recibió de Lenín. Mientras, Aleksandr Kuprín, autor de “La cloaca”, conocida en España como “El estiércol”, sonreía al observar lo fútil de la naturaleza humana, crudamente reflejada en su obra sobre el mundo de la prostitución en la Rusia zarista. También estaba ufano y orgulloso Iván Bunín, el primer ruso premiado con el Nobel de literatura en 1933. Agitándose nerviosamente y con su obra condenada se podía observar a Leonid Andriéev, acusado de blasfemo e indecente. Quien no podía faltar era el inmortal Máximo Gorki (apodo del revolucionario Aleksei Maksimovich Peshkov) sus obras eran loadas por todos sus compañeros de estantería. Llorando desconsoladamente nos encontramos con Bulgákov uno de los escritores preferidos por Stalin… Los textos de los eslavos estaban tristes y en las noches de tormenta solían cantar “Kalinka”, de Iván Lariónov. Lo hacían moviendo las hojas en un intento desesperado de ser leídos. 

Los libros de historia la recomponían, influenciados por las ucronías de las novelas del polaco Ossendowski, furibundo antisoviético, aliado del ruso blanco el almirante Kolchak. Este oscuro personaje fue breve presidente, en la revolución de 1905, de gran parte de Siberia. Furiosos ante la fuerza de Kalinka contestaban con la canción de “Kazachok”, robada y entregada a Occidente por el desertor búlgaro Boris Rubashkin.

Mientras los libros libraban sus pequeñas reyertas, la pandemia atemorizaba al mundo y se convertía en el aliado de los viejos textos que cobraban vida en la agonía del viejo orden. La paradoja es que revivían gracias al miedo a la muerte.

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