Opinión

Hombres de cristal y obscenidades

Edward Page Mitchell (1852-1927) escribió varios libros sobre ciencia ficción, entre ellos “El hombre de cristal”, adelantándose a H.G. Wells en el relato de las vicisitudes de la invisibilidad de un humano sometido voluntariamente a los experimentos de un científico en busca de la fama. Es una de las múltiples novelas escritas en el siglo XIX sobre temas de ciencia ficción que tienen como cobaya de laboratorio al homo que vende su alma a cambio de la inmortalidad. 

Un hombre de cristal camina observando el mundo desde la atalaya del poder; ha subido a los cielos y se ha convencido del hastío que le produce el ser una marioneta del mercado que tanto ha denunciado. Su objetivo es ser un mártir adorado por miles de devotos que admiren su incruento sacrificio, y en un gesto de estudiado impacto desciende del éter celestial y se ofrece como salvador de los valores eternos de la igualdad y la justicia. Demuestra su desprecio por lo material y se convierte en símbolo de la conciencia universal. Son pocos los políticos que abandonan el poder cuando este defrauda sus expectativas, prefiriendo continuar defendiendo sus principios en los campos sin labrar, tratando de emular al líder mexicano Emiliano Zapata. 

 En esta semana, a pesar de la pandemia que sigue amenazando a la población, han sucedido otros acontecimientos que han centrado la atención de la ciudadanía, ansiosa de huir de una realidad que les angustia, convirtiéndolos en seres inseguros fácilmente manipulables. Anécdotas intranscendentes pero escabrosas, son introducidas hábilmente en la intimidad de millones de hogares desviando la atención de lo realmente preocupante: el cambio climático y la pandemia del coronavirus mutante. El ejemplo más reciente es la escenificación, hábilmente diseñada, de Rocío Carrasco, denunciando el maltrato a que fue sometida por su pareja, Antonio David Flores, durante los años de convivencia. Ambos han sacado rentabilidad económica por pertenecer al mundo de la farándula televisiva sin aportar ningún valor digno de destacar. Lo más trágico es que el mercado vende un producto putrefacto sin otra aportación que el morbo del tema, aderezado por los especialistas de la pornografía televisiva, mientras el mundo y la gente mueren poco a poco, ignorados.

El viejo milenario, a lo largo de su dilatada experiencia, había comprobado que muchos ciudadanos trasmiten vivencias extraordinarias que singularizan su “currículum vitae” y entran en la historia como seres irrepetibles. Cada ser humano tiene una complejidad fruto de infinitas variables que configuran su personalidad y le propician la deseada atención mediática. Dos ejemplos de contumacia en sus planteamientos son los expresidentes J.M. Aznar y M. Rajoy, obligados por la Ley a prestar declaración sobre la presunta financiación de su partido. Ambos han alegado cínicamente su desconocimiento de tal obscenidad política y han quedado satisfechos de sus sesudas declaraciones. Se niegan a ser sujetos del experimento relatado por E. Page y prefieren la seguridad de su oscura conciencia a la fragilidad de los hombres de cristal. Su currículum vitae está tan inmaculado que ni siquiera una guerra de destrucción masiva y el negro chapapote manchan sus expedientes. Otra obscenidad que debería pagar su partido en las urnas.

Pero hay otro actor de segundo nivel que llama poderosamente la atención por la variedad de su armario ropero y la facilidad que tiene para convertirse en un hombre cerámica. Impoluto y profano en la actividad política en la que solo ha destacado por sus improperios e ignorancia, impropios de quien se le supone el dominio de la oratoria y la lealtad a los principios ideológicos. Ese hombre de porcelana, aspirante a todo, émulo de un Maquiavelo de corte valenciana, es Antonio Cantó García de Mora, más conocido como Toni Cantó, ahora un mercenario más al servicio de la reina de corazones aspirante al paraíso de Alicia. Otra obscenidad. 

“Y es que en el mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es del color del cristal con que se mira” (R. Campoamor). 

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