Opinión

La caja

Estaba aburrido. El tiempo pasaba lentamente; había que hacer algo que impidiese que la inoperancia se apoderase de su estado de ánimo. De pronto una idea iluminó su mente, decidió iniciar la conquista del trastero, era algo que había pospuesto sine die porque le horrorizaba indagar sobre su pasado, y los trastos viejos le evocaban recuerdos almacenados en las cebollas de su encéfalo, tenía terror a despertar viejos fantasmas. Abrió la puerta del desván y se detuvo a contemplar el batiburrillo que golpeaba sus sentidos; había de todo: lámparas en desuso, sillas desvencijadas, televisiones antediluvianos, libro desfasados de los estudios de sus hijos, revistas de los años 60, azulejos de repuesto de la cocina y de los cuartos de baño, muchas maletas, maletas viajeras desde hacía años pero hoy en paro, juguetes de tiempos pre tecnológicos, paraguas y sombrillas de propaganda bancaria… de pronto su mirada se posó sobre un objeto cuidadosamente envuelto en papel de regalo. No recordaba quién lo había dejado allí, quizás alguno de sus hijos o su esposa; descartó su propia implicación, él era demasiado manazas para hacer tan cuidadoso envoltorio. 

- ¿Donde está el niño?

- En su habitación jugando, como siempre. 

- Tiene que estudiar.

- Déjalo es muy joven, aún no hizo el ingreso.

- Pero su hermano a su edad cursaba primero de bachillerato.

Los recuerdos fluían como una cascada en plena riada; las figuras de goma que representaban indios, vaqueros, guerreros medievales, soldados imperiales, romanos… era su preciado tesoro. Quizás influido por su afición a la lectura de autores como Julio Verne, Emilio Salgari o comics (antiguos tebeos) del Capitán Trueno, el Jabato o el Cachorro… No necesitaba a nadie, en soledad su desbocada imaginación volaba a los mundos fantásticos de los héroes inventados en un guión revisado cada día en un alarde de fantasía ilimitada. Recordó el día triste del destierro de sus ejércitos de goma, tenía que estudiar, no había tiempo para devaneos infantiles; sus inertes compañeros de juego fueron ubicados en la residencia de sus abuelos, donde clandestinamente él acudía aprovechando cualquier motivo. 

 En la caja compartían habitáculo con las figuras de goma, fotografías descoloridas de los tiempos de infancia, una figura de un oso de plástico que había sido talismán mágico de las noches febriles de enfermedades sorprendentes. Había también algunos bolígrafos, una pluma Parker de tinta, un reloj de cuerda y una postal con una dedicatoria escrita con una letra prácticamente ilegible. Cerró la caja, intentando volver a envolverla con el mismo papel de regalo. Lo dejó. Misión imposible. Miró el reloj, habían pasado tres horas y no había hecho nada; el trastero continuaba con su entrópica ordenación. Cerró la puerta después de apagar la luz.

 Cogió el periódico y leyó uno de los titulares de la portada: “La madre que llevó un sonajero al paredón”; se estremeció, unos asesinos en nombre de un ejército traidor habían asesinado a una madre sin otra razón que el odio al que pensaba diferente, y esta mujer, aferrándose al símbolo que la unía a su ser más querido, había muerto con la angustia de no saber lo que sería de su hijo. Han pasado más de ochenta años, el bebé es un anciano que ha recuperado la memoria de una madre de la que no recuerda nada. 

¡Qué afortunados somos los que podemos recordar! 

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