Opinión

La casa

La oigo, cada día, cada noche, en cualquier momento; mi casa me habla. Utiliza una gran variedad de sonidos, incluso una mímica especial que no precisa traductor. Sus códigos son sorprendentes; el suelo de madera cruje suavemente reclamando que no se le presione; las persianas automáticas cantan romanzas a la mañana y al anochecer, cuando sienten el impulso energético que las despierta de su áureo letargo. Lo más sorprendente es el sonido silencioso del pequeño río que recorre los radiadores de todas las habitaciones anunciando un agradable cambio de temperatura, obedeciendo órdenes del capataz que controla todo el sistema. De vez en cuando, sin que nadie lo espere, las viejas ventanas dejan pasar pequeñas corrientes de un vientecillo que regenera el aire viciado de una noche luminosa. Pero si un habitáculo es ruidoso, sin avergonzarse de serlo, es el cuarto de aseo, que ofrece a sus visitantes el repique de un clásico campanario ya que tiene sonidos para cada órgano según su uso.

Pero durante el recogimiento al que nos hemos vistos obligados para protegernos de la pandemia que asola a la humanidad, ha habido unos elementos perniciosos que han impuesto su dominio a todos los demás, me refiero a la televisión, al ordenador, al teléfono y a la tableta. Estos elementos han abusado de su poder persuasivo, conscientes de su importancia como nexo de contacto con el mundo exterior, siendo muy difícil eludir su poder para centrarse en el baile misterioso de alguno de los libros de mi bien nutrida biblioteca. En el largo idilio que he mantenido con mi casa he aprendido a fluir, dejarse llevar ante las diabólicas travesuras a las que me ha sometido mi dulce hogar: persianas que no funcionan, puerta del garaje que deja de ser automática sin previo aviso, pozo que desceba a los motores, wifi que deja de trabajar…; múltiples pruebas a las que uno debe enfrentarse más bien aceptándolas con una sonrisa y, para tenerla contenta, escuchar al máximo volumen la música preferida de la casa: “Las cuatro estaciones” de Vivaldi. En ese instante, los duendecillos dejan de tocar y solo se oyen las melodías de “Il prete rosso”. 

“Cuando duerma con la soledad y la noche no me deje en paz. Cuando cueste mantenerse en pie… RESISTIRÉ”, gritaban las gargantas de los ciudadanos desde sus ventanas, balcones, azoteas y galerías en apoyo de los héroes que sacrificaban sus vidas en pro de las de su prójimo. La palabra se estaba oxidando en un mar de celdillas de los numerosos enjambres hambrientos del néctar de la convivencia. Pero el deseo colectivo genera una imparable fuerza que la lámpara maravillosa convierte en realidad -ábranse las terrazas- Y simbólicamente Begoña Villacís, vicealcaldesa de la villa de Madrid, como hada madrina, corta la cinta inaugural. Las masas se lanzan impulsivamente en conseguir un puesto en el paraíso. Los amigos, los parientes, los vecinos, los camaradas, los compañeros… ya tienen el lugar adecuado para contemplar el devenir de los acontecimientos. Son pocos privilegiados los que consiguen ocupar una silla en la terraza de algún bar, cafetería, restaurante, cervecería, heladería… la mayoría queda expectante esperando la ocasión de sentarse en el trono de la libertad. 

Los duendes nocturnos guardan silencio mientras el bullicio callejero vuelve a imponer su ritmo. Pero no olvidemos que el mal se alimenta de la desmemoria del que no escucha la sinfonía de la verdad. Como dice mi amigo Mandianes: “Es increíble el griterío crudo y rudo de los que, con palabras vacías de sentido, desmienten hoy lo que afirmaron ayer para mañana volver a afirmar lo que desmienten hoy”... Heráclito afirmaba que todo fluye, nada permanece… sin embargo, sigo oyendo el concierto que generosamente ofrece mi casa.

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