Opinión

Nosotros

Como viene siendo habitual, la celebración del aniversario de la Constitución ha sido escenario para conocer las valoraciones que la clase política hace de la Carta Magna. Alcanzar un nuevo consenso sobre su modificación es hoy tarea imposible dada la confrontación entre los distintos partidos del arco parlamentario. Quizás la clave estaría en buscar el método en que convivan los desacuerdos sobre la moral, la territorialidad, la religión, las minorías, la filosofía y sobre todo sobre la política, convergiendo en un gran acuerdo que canalice los desacuerdos (valga la redundancia) como se hizo en la Transición. Conjugar ideologías tan dispares como los nacionalismos periféricos con el nacionalismo centralista o los postulados de la ultraderecha con las reivindicaciones de la izquierda, sin olvidar el abismo que separa a los partidarios de la monarquía parlamentaria con los defensores de la III República. Todo ello aderezado con el avance del neofascismo en una Europa con claros síntomas de agotamiento democrático, invalida cualquier intento de modificarla y reformarla. El objetivo fundamental en la actualidad de los partidos políticos es el proselitismo que refuerce la identidad de grupo y atraiga a las masas buscando la hegemonía, aprovechando que la pandemia del coronavirus ha modificado sustancialmente los estratos sociales. La clase obrera se fraccionó y ha dejado de ser una fuente de votos de la izquierda, los intelectuales militan o dan su apoyo al movimiento que representa sus ideas de sociedad buscando que su opinión les genere apoyo popular sin importarle su afinidad a grupos de presión. Y para enturbiar más el mapa político, la irrupción de judicatura en el paisaje de la confrontación blinda a la ideología afín proporcionándoles coartadas en el Estado de Derecho y convirtiendo algunas sentencias en proclamas ideológicas trufadas con normas morales ajenas al ordenamiento jurídico.

El Viejo Milenario se autodefine como universalista o ciudadano del mundo y el concepto patria adquiere para él un valor secundario cuando el orbe está sometido a la globalización total; la economía, el medio ambiente, el terrorismo o las pandemias no entienden de fronteras ni de revoluciones y mucho menos de liderazgos populistas. Muchos entienden que para sobrevivir hay que conjugar los verbos en primera persona porque todos somos Nosotros y nadie queda al margen del nuevo orden mundial. Las medidas adoptadas para enfrentarse con un enemigo invisible, pero letal, han dividido a la humanidad en dos grandes grupos: los partidarios de la vacunación, incluso con carácter obligatorio y poniendo en cuarentena los derechos individuales, y los que se movilizan revindicando demagógicamente la libertad como paradigma de la identidad del ser humano aunque se ponga en peligro la vida de los más vulnerables. En un momento como éste, cabe preguntarse: ¿hay alguna Constitución o norma aprobada democráticamente que dé respuesta a esta situación? La respuesta parece fascinante porque solo las redes sociales pueden operar como difusoras de posiciones ambiguas sometidas únicamente a la arbitrariedad del poder de la tecnología y lo hacen despiadadamente en nombre de Nosotros, como únicos interlocutores y ejecutores del caos. Lo que pone sobre el tapete la supremacía de los dueños de la virtualidad haciéndose realidad la anomia que Durkheim identificaba como la forma más peligrosa de la patología social.

Este artículo y su final pesimista no pretenden ofrecer soluciones a un problema de ámbito mundial, es únicamente una reflexión sobre la necesidad de romper los muros que engendran el rechazo a “Ellos”, aniquilando el “Vosotros” sin incluir a todos en un “Nosotros”.

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