Opinión

Recobrando la mirada

El viejo milenario dudaba, no se sentía competente para opinar sobre un tema tan complicado en el que incluso los profesionales más relevantes manifestaban contradicciones. Al anciano le había entusiasmado el libro de la periodista especializada en temas científicos Laura Spinney, “El jinete pálido” (2017). La autora analiza la pandemia de la injustamente mal llamada “gripe española”, que asoló el mundo en 1918, causando la muerte de más de cincuenta millones de personas, incluso pudo llegar a alcanzar los cien millones de víctimas, superando ampliamente los muertes de las dos guerras mundiales, cifradas aproximadamente en 17.000.000 (la 1ª) y los 60.000.000 (la 2ª). La importancia del texto radica en que fue publicado dos años antes de la irrupción del coronavirus que asuela en la actualidad al mundo, con una agresividad que lo convierte en una de las pandemias que más contagios causa en un tiempo récord.

El coronavirus es una enfermedad de masas y como tal precisa de un elevado número de individuos para expandirse y así seguir existiendo. Afirma la autora que fue en la ciudad griega de Perinto (412 AC) donde se manifestó una epidemia, probablemente de gripe, descrita por Hipócrates como “tos de Perinto”; es la primera enfermedad de masas diagnosticada por un “médico”. Son muchas las enfermedades que han diezmado a la humanidad durante milenios, y entre ellas cabe destacar como enfermedades de masas muy contagiosas la gripe, el sarampión, la viruela, la peste o la tuberculosis, por citar algunas de las más importantes. Cuando no actúan los agentes causantes, estos se cobijan en los reservorios naturales que están, fundamentalmente, en los animales que conviven con los humanos y se vuelven a manifestar en determinadas condiciones, ambientales, climáticas, higiénicas, alimentarias… 

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En contraposición con las enfermedades de masas, hay otras que vienen padeciendo los homínidos desde que eran recolectores y/o cazadores, como la lepra o la malaria, que tienen una expansión más limitada en el territorio y su contagio no requiere la masificación de las urbes o agrupaciones de varios individuos. 

Después de reflexionar, el anciano se puso una mascarilla y se dispuso a salir a recorrer las calles de la ciudad donde residía. Se cruzó con varios vecinos con mascarillas a los que saludó afablemente, aunque en muchos casos ignorando su identidad. Le sorprendió que las mascarillas ocultasen la mayor parte del rostro y solo por los ojos y la elegancia del cuerpo se pudiera identificar a la persona. La sonrisa, la expresión facial, la nariz y el papo dejan de ser elementos que configuran la identidad de los portadores de mascarillas. Se unifica la estética de los rostros y desaparece la mayor parte del lenguaje facial. Nos convertimos en un ejército uniformado, masificado y robotizado, alterando la singularidad y masificándonos para enfrentarnos a una enfermedad que ataca a las masas, cuando estas no se protegen adecuadamente.

 Pero todo tiene un precio, el anciano no disfrutó de una sola sonrisa y pensó tristemente que Nefertiti, Cleopatra, Tomiris o Samiramis podrían pasar desapercibidas; pero todo ello queda compensado por el brillo de los ojos que no dejan de ser el espejo del alma. Cuando regresó a su casa, se quitó la mascarilla y respiró profundamente, lo necesitaba.

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