Opinión

Recuerdos de la infancia

Creo ser de aquellos que se entusiasman cuando participan en una amena conversación. Pocos momentos son tan enriquecedores como una tertulia con personas que aportan sus conocimientos y experiencias, sin otro fin que compartir opiniones y siempre sin el afán de catequizar ni convencer. 

Recientemente he tenido el placer de intercambiar experiencias vividas en los ya lejanos tiempos de la infancia. Los contertulios éramos más o menos de la misma edad, todos rondábamos los setenta y nuestros recuerdos más felices se retrotraían al período de los años cincuenta del siglo pasado. Eran tiempos difíciles, el fascismo controlaba la vida de los españoles, la censura era rígida, la economía familiar de la mayoría no permitía pequeñas licencias. Pero, a pesar de todo, los niños nos sentíamos felices. No eran necesarios caros juguetes, la mayoría era fruto de nuestra imaginación. Cualquier objeto se convertía en un instrumento de diversión; con las cajas de cerillas se podían hacer docenas de artilugios: coches, trenes, jaulas para insectos, construcciones, pequeños armarios para guardar cromos, además ellas mismas podían ser coleccionables… Recuerdo una serie que traía soldados de distintos países que yo recortaba para tener ejércitos con los que representaba pequeñas batallas.

 El reciclaje de cualquier material estaba garantizado: corchos de botellas, chapas, mazacucas (carrabouxos), palillos, trozos de madera, cuerdas, puntas, papeles, piedras, cantos rodados (croios ), latas de todo tipo, huesos (se usaban los del cabrito para jugar a las tabas), trapos o pañuelos, gomas, barro para hacer bolas, patatas, nabos… Y si no teníamos nada a mano, nosotros mismos nos bastábamos para organizar infinidad de juegos: la churra, un dos tres plan, el galope, el truco (juego fundamentalmente de niñas), policías y ladrones (hoy es una actividad que practican muchos adultos), la gallina ciega, buscábamos insectos (hormigueros, grillos, arañas, lombrices…) con los que se hacían “grandes experimentos” (recuerdo unas sorprendentes carreras de moscas).

 Hoy en día los niños crecen rodeados de nuevas tecnologías, es raro el hogar que no tenga un ordenador, un smartphone, una tablet, una videoconsola, un televisor o un teléfono móvil de última generación. No se puede negar que son un instrumento excepcional de aprendizaje porque facilitan el acceso a la información y contribuyen a la solución de múltiples problemas; pero también generan dependencia, favorecen el aislamiento, dificultan la socialización, generan conflictos, esclavizan la creatividad, anulan el espíritu crítico y retrasan la capacidad de abstracción. 

José Luis Sampedro, en su obra póstuma “La vida perenne” (pág. 157) escribe: “Las relaciones humanas se aprenden relacionándose con humanos, no con máquinas. La flexibilidad, la tolerancia, el sentido de solidaridad que exigen las relaciones humanas, la amistad, el amor, el apoyo mutuo se aprenden entre humanos, no en las máquinas.” Este humanista era extraordinariamente lúcido y resume en pocas palabras uno de los grandes retos con los que se enfrenta la humanidad del siglo XXI.

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