Opinión

Textos humanos

Era una madrugada fría y lluviosa, el anciano se disponía a encender su ordenador para escribir su artículo semanal, lo hacía con movimientos lentos, condicionado por el cansancio de una noche de insomnio. De pronto se abre la puerta y silenciosamente su hija más joven se acerca a su oreja y le susurra: “Lee el periódico, ha muerto Julio Dorado, un gran columnista de La Región que ha vivido intensamente”, y dicho esto sale del despacho con el mismo sigilo con que había entrado. El viejo milenario decide modificar el artículo que pensaba redactar, se abriga y se desplaza a la librería en la que normalmente le facilitan la prensa del día. Con prontitud y nerviosismo lee en La Región los extraordinarios obituarios, escritos ambos con exquisita sensibilidad, sin duda merecidos panegíricos del fallecido. Julio Dorado ha seguido el ejemplo de Tiziano Terzani, que diagnosticado de una enfermedad terminal, y viendo acercarse el final de su vida, decide reunirse con su hijo para mantener con él un diálogo fecundo sobre sus experiencias vitales. Lo hace con la serenidad propia de quien ha aceptado su destino. Dorado ha hecho lo mismo, pero con una diferencia, los receptores fueron sus leales lectores que han disfrutado de su inagotable ingenio, de su vida ejemplar, sobre todo, de la aceptación de lo inevitable. Quedando cautivados de su despedida en un último artículo que yo calificaría de sublime. Sus allegados pueden estar orgullosos de las vivencias que, a corazón abierto, ha trasmitido Dorado. Gran pérdida para los que bebían de sus reflexiones. El viejo milenario llegó a la conclusión de que cada humano atesora los mismos conocimientos y experiencias vitales que la mejor de las enciclopedias.

La agenda del anciano milenario seguía perdiendo hojas. ¿Cuántos libros escritos por el tiempo sobre la piel de los seres humanos se pierden para siempre con su muerte y con ellos desaparecen las experiencias personales que solo ellos conocían? Arrugas en la cara, en la espalda, en el abdomen, ojos torvos, miradas amenazadoras, lánguidas, tristes, radiantes, seductoras… Los tatuajes nunca sustituirán a las verrugas, a las manchas solares, a los lunares, a granos, a vellosidades, a cicatrices que son muescas de longevos milenarios que han ido grabando los acontecimientos que han marcado su ser. Cada muerte es el fin de una aventura en la Tierra; cientos de millones de fantásticas biografías humanas son consumidas por el fuego o devoradas por los gusanos. 

Pero, en un singular y funesto fin de año, las malas noticias viajan en un AVE de vía estrecha y el viejo milenario recibió varios wasaps comunicándole el fallecimiento de José Ramón Seara Bouzas. Buena persona, afable, culto, tolerante, sencillo, colaborador incansable en la lucha por las libertades y, sobre todo, un abuelo ejemplar. Su nieto Pepe lo idolatraba, tal vez porque percibía el inmenso amor que por él sentía su querido abuelo. El libro de su vida, de sus alegrías, de sus pasiones, tristezas, sentimientos y amores, será un patrimonio imborrable para aquellos que le han querido. Que la tierra le sea leve.

Este es el último artículo escrito por el viejo milenario el día de año viejo de 2020 y el primero publicado en el 2021. Una arruga más en el rostro del anciano que vive un presente marcado por el pasado. Sucumbió un año nefasto y nace un año de esperanza. La puerta se volvió abrir y su hija más joven le recordó que el desayuno estaba en la mesa. El viejo sonrió, la vida sigue y valió la pena el haber nacido.

Te puede interesar