Opinión

La transparencia que nos ciega

El viejo milenario estaba triste, lo que observaba le llenaba de inquietud. Las crónicas que aparecían en los medios de comunicación anunciaban un futuro incierto; entre otras noticias, el coronavirus atacaba con mayor virulencia, los muertos se contaban por centenares. Mientras, la sociedad democrática se mostraba deseosa de gozar de la vida; algo de lo que se aprovechan los seductores que emprenden sus objetivos apoyados en la ambigüedad de unas instituciones sin rumbo. Todo puede suceder, hasta que un presunto paranoico pretenda gobernar en solitario una áurea ciudad, convirtiéndose en un ridículo imitador del teólogo Juan Calvino, que sometió a la de Ginebra a ritos alienantes que llenaron de miedo los corazones e impregnaron de fanatismo las costumbres de sus habitantes. ¿Cuántos Servet serán inmolados en la hoguera? La ética, desterrada. La moral, manipulada. Las creencias ideológicas y religiosas, muertas en su batalla contra la pornografía. Los ancianos encarcelados en sus propios dormitorios. En este paisaje desolador, una nueva amenaza puede dar la estocada final a una civilización agónica: ¡Donald Trump puede repetir mandato!, el terror está sembrado, los Jair Bolsonaro pueden multiplicarse como las células de una metástasis terminal. 

Vivimos en un mundo donde los sentimientos tienen un precio. Las emociones se reducen al argumento de una película romántica. Son muchos los hogares fríos, sin alma, donde la convivencia se reduce a compartir un espacio reducido, sin intimidad ni respeto a los más ancianos que, en muchos casos, son expulsados de sus hogares en contra de su voluntad. Hacinamiento de los pobres, enriquecimiento de los más poderosos, la desigualdad ha existido desde que el Homo sapiens se hizo ¿“persona”? Pero en pleno siglo XXI son más de siete mil millones los humanos que gritan “igualdad y justicia”. La cúpula que controla el mundo, el capital financiero y sus adláteres, se preparan para obtener mayores beneficios. Vivimos en un mundo donde “el papel” vale más que la carne de los marginados de la Tierra. Emigrantes sin futuro, asalariados sin recursos, empresas destruidas, esperanzas fallidas, caminos espinosos para llegar a metas sin sentido; el canon que hay que pagar para satisfacer las ansias del Becerro de Oro. El espectáculo está servido. ¿Hasta cuándo? 

A pesar de los años vividos, un abatido milenario no había sido capaz de responder a la pregunta: ¿por qué nos preparamos tan mal para los momentos trascendentales de nuestra vida y participamos en el juego capitalista tratando de obtener beneficios? Ignoramos la enfermedad; delegamos la muerte como si se tratara de un acto puramente rutinario tratando de evitar la angustia que nos produce; usamos la violencia verbal contra el “otro” en los conflictos derivados de las relaciones sociales; también se hace uso de la violencia física para imponer un criterio subjetivo. Exigimos al Estado transparencia en nuestra condición de ciudadanos y no llegamos a procesar los datos que nos permiten ejercer nuestros derechos y deberes como personas libres y solidarias. La reciente pandemia ha venido a demostrar la debilidad de nuestro sistema de protección colectiva y han sido fundamentalmente los recursos del sistema sanitario los mayores defensores de la salud. Somos aparentemente inmortales como especie y frágiles como individuos 

El viejo milenario es consciente de que se está construyendo un modelo de Panopticón, como el ideado por Jeremy Bentham en el siglo XVIII, el antecedente de Gran Hermano, construido para controlar los presidiarios o a los obreros en sus fábricas. Pero ahora de una manera más eficaz, gracias a las nuevas tecnologías que aportan recursos ilimitados para que nadie escape de la vigilancia de los carceleros. Probablemente la nueva sociedad, aunque masivamente tan transparente que nos hace ciegos, estará compuesta por sujetos aislados sometidos a un cansancio depresivo. ¡Y nos preocupa Messi!

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