Opinión

Un hombre maldito

Cerró los ojos, los párpados le pesaban como losas de granito. No había sido capaz de dormir. Los fantasmas giraban en torno a él como derviches diabólicos, eran los suspiros de sus viejos camaradas que aullaban lastimosamente en el infierno de sus culpas. En ese desfile macabro le recordaban sus antiguas aventuras; sus ansias de poder, su sed insaciable de dinero, su obsesión por la tortura, su miserable egoísmo y su pérfida traición. Había encabezado un sangriento golpe de estado y a consecuencia de ello cientos de miles de compatriotas fueron masacrados por fuego hermano.

Nunca le había temblado el pulso cuando firmaba personalmente las condenas a muerte de antiguos compañeros de armas, de hombres y mujeres más dignos que él. No tenía compasión por nadie y se había congratulado de sus victorias en la guerra sin que le importaran los efectos colaterales sobre la población civil. Él era el cruzado triunfador sobre la horda marxista y gozaba por ello del amparo de la jerarquía católica, Dios estaba con él; nada ni nadie impedirían que su nombre fuese recordado por los siglos de los siglos como el héroe que salvó a la patria. Para ello calles, plazas, monumentos serían bautizados con su nombre. Sus gestas estarían escritas con oro en los libros de historia, sus hazañas serían loadas por poetas y trovadores y el himno nacional reseñaría su ejemplar valentía. 

Una lenta y dolorosa agonía ponía fin a su desalmada vida, un temor angustioso envolvía su espíritu, ¡había pecado! Los campos de España estaban empapados de la sangre de sus víctimas, había mentido, había robado, había manipulado al ejército, había sembrado el miedo y el temor a las cloacas del Estado; sus últimos crímenes le habían causado un temor angustioso que devoraba sus entrañas. La proximidad de la muerte le acercaba al juicio de Dios en la creencia de que los pecados cometidos le condenarían al infierno por toda la eternidad. ¡Cuánto le costaba morir! Torturado por su círculo más íntimo como si fuera el talismán que protegía los oscuros intereses de una familia sedienta de poder y dinero. Un oscuro túnel se abrió ante él, inició una caída sin fin y ¡de pronto! la nada. 

El gigantesco mausoleo guardaba en sus entrañas los restos de cientos de cadáveres inmolados por el genocida de la cultura, del progreso, de la paz, de la solidaridad… y para mayor escarnio, el que fuera gran dictador les acompañaría en el descanso eterno, como carcelero implacable de sus víctimas. Una guardia pretoriana de negras sotanas velaría por la majestuosidad del culto al demoniaco ser; como ejército siniestro de ascetismo riguroso los servidores de la muerte evitarían la profanación de las putrefactas reliquias y perseguirían más allá de la muerte a los herejes ejecutados por sus blasfemias. 

Los campos de España, las cunetas de los viejos caminos, los muros de los cementerios, las fachadas de los templos, las fosas oscuras, los montes y sierras fueron testigos de la masacre de inocentes ejecutada por los servidores de la venganza, del odio, de la barbarie. Mientras quede un solo cadáver de los asesinados por el terror en una cuneta, en una fosa o en un prado, este país no podrá pasar página de la oscura noche del fascismo y el alma en pena del hombre maldito seguirá envenenando corazones y sembrando de odio los pueblos de España.

Te puede interesar