Opinión

42 minutos y 30 segundos

Una supera los 50 años. Pequeñita, delgada, gesto avinagrado. La otra, ronda los 40. Entrada en carnes, inquieta, y con la fiereza brotándole por todo el cuerpo. Me las sientan en la mesa de al lado, por esa odiosa costumbre de los restaurantes de apelotonar a los clientes, aunque esté todo vacío. La más gruesa de ambas es mi compañera de banco, quedando achicado todo espacio de dignidad entre nosotros, muy a pesar de la finísima y delicada figura que me he traído de las vacaciones, en las que no he faltado ni un solo día a mi rutina de mil doscientos abdominales y la dieta de alcachofas crudas. Nuestras mesas, a un palmo. Tal es la confraternización, que en un descuido pincho una aceituna en la ensalada equivocada y recibo seria reprimenda de la acompañante de mi vecina. Que otro día hablaremos de los restaurantes que disfrutan sentando a la mitad de los clientes en un banco comunitario, como si eso volviera más democrático el precio del marisco.

En la tele retransmiten el parto de algún tipo de roedor, que es la clase de documentales que uno está deseando ver a la hora de comer. Y toca elegir entre centrarse en los alaridos de la peluda parturienta o hilar la conversación de mis vecinas, que hablan sin coger aire, hasta el punto de que llego a sopesar que pudieran estar recibiendo oxígeno intravenoso para meter baza sin perder tiempo en respirar.

En mi destierro, y ante la imposibilidad de centrarme en la lectura del periódico, es inevitable seguir su conversación gritona y fingidamente indignada. Trabajan en una empresa con cientos de empleados, cuyas características se dividen del siguiente modo, atendiendo a las razones sociológicas de las dos investigadoras: un 85% de incompetentes, un 10% de vagos, un 5% de genios que sacan adelante en solitario la compañía, gracias a su inteligencia, entrega, y experiencia. Este 5% se compone exclusivamente de dos personas: la entrada en carnes y la del rostro avinagrado. El resto de empleados y directivos se dividen así, siempre siendo fieles a los datos arrojados por las dos prestigiosas científicas: un 10% de “idiotas”, un 20% de “trepas”, un 20% de “estafadores”, un 20% de directivos “alcohólicos y puteros”, y un 30% de “imbéciles que se creen que somos tontas”.

Por suerte, la empresa, cuyo nombre omito por pudor, cuenta con estas dos heroínas, de tan humilde aspecto para tan grandiosa misión. Con su inteligencia detectan a los compañeros de trabajo que intentan escurrir el bulto y echarles a ellas las culpas de alguna negligencia: y en un gesto aún de mayor brillantez se hacen “las tontas delante de ellos” a pesar de “saber perfectamente lo que hay”.

En cuanto al número de horas de trabajo, atendiendo a los datos desvelados por las dos mujeres, la media del resto de los trabajadores asciende a tres minutos de productividad al día. Ellas, por su parte, realizan tantas horas extras diarias que han llegado a alcanzar jornadas “de 100 horas”, en un prodigio tal de la excelencia profesional capaz de quebrar incluso las leyes del universo y dilatar los movimientos de la Tierra. Naturalmente, los clientes eligen siempre a las dos señoras y no están dispuestos a trabajar con “el idiota de Martínez”, ni con “el putero de Ordóñez”, ni con la joven Cristina, al parecer “más ligera de cascos que la Mileicirus esa”. Así, los millones de clientes de esta multinacional, cuando les surge “un problema de verdad”, tiran del “móvil personal” de mis compañeras de comida, y acuden a ellas saltándose a todos los demás empleados, cuyas incapacidades ya se han descrito.

Mención aparte merece lo de Cristina, a quien han dedicado mucho rato, a costa de su ascenso. La avinagrada nos obsequia con algunos calificativos que no puedo exponer aquí por respeto a los lectores, mientras que la otra se ha dedicado a vaporear los presuntos favores sexuales de “Cristinita” –“como todo el mundo sabe”, enfatiza- a cambio de beneficios en la empresa presente, en las pasadas, e incluso en las diferentes etapas de formación universitaria y posgrado, donde recibió excelentes calificaciones solo por tener “unas tetas bonitas”. Cito textualmente, y que me disculpen, a la rellenita, y que me disculpen de nuevo.

Tampoco mis heroínas caen en el vicio de la discriminación “de género”. Pronto han sacado a colación a un tal Miguel, que intentó un día obtener buenas palabras de la mujer entrada en carnes haciendo uso de su condición de “guapito de cara”. Mientras que todo el mundo en la empresa sabe que a mi vecina los “guapitos de cara que se creen los amos del mundo le traen sin cuidado”. La razón, agárrense, de tal pasotismo es que la mujer “tiene el culo pelado ya de guapitos de cara y becarias creciditas”. La mera visión de aquella mujer con el culo pelado me ha provocado un respingo de terror.

Entretanto, mi solomillo se tapa los oídos con una manta de parmesano, y el flan del menú de la mujer avinagrada tiembla en el solitario plato cada vez con más violencia y temor. Imagino que está buscando la forma de saltar del plato al abismo del suelo, ante el riesgo de que este ogro indignado decida subrayar algún descalificativo chafando el flan de un puñetazo.

A la cara-vinagre le suena el móvil y su rostro se vuelve angelical. Uno de los despellejados en la conversación les insta a acudir de inmediato a una reunión. Buenas palabras al teléfono, sonrisas, la cuenta urgente al camarero, y la huida nerviosa del lugar del crimen.

Han pasado 42 minutos y 30 segundos y me desplomo en el fondo del banco acolchado mirando fijamente al solomillo. Es como si me hubieran estado punzando todos los puntos nerviosos e inyectando malas vibraciones, como descargas eléctricas, durante 42 minutos. Hasta que al fin se han ido con su bilis a otra parte. Las competentes. Las guardianas de la ortodoxia empresarial. La Paca y su amiga. Las que ventilan con media sonrisa que el inepto del jefe de ventas “no sabe ni engancharse a la interné”.

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