Opinión

El abrazo compostelano

Tiene el mar esos ojos de finales de noviembre. De invierno negro, de días braceando en océanos de noches. Y está la arena de la playa gélida y te vuelve ausente en esta esquina de la vida, donde busco un remanso al aluvión histérico de estas horas, duras y tremendas, llenas de sangre y odio. Busco paz para escribir esta página, que por ser domingo ha de llegar serena a manos de los lectores, sin el rostro enrojecido de la prisa.

Periodistas. Sí. Llevamos noches sin dormir, formando una gran cadena de información de un extremo a otro del orbe. No es mejor ni peor lo nuestro. Es. Somos testigos extasiados de tiempos dolorosos. Recae denso sobre nuestra conciencia el peso de transmitir la verdad, lejos de los edulcorados y enrevesados delirios de nuestro tiempo. Ahí empieza y termina nuestra aventura. No es poco.

Paseo la playa, pluma y bloc de notas. De vez en cuando lo hago, cuando el mundo parece que está a punto de estallar y mi escritorio se vuelve una cárcel, un páramo de literatura. Sopla fuerte el viento, aquí. Se acabó el otoño, dicen los marineros. Hace unos días Loquillo visitó esta playa, en la fiesta de homenaje a la mítica sala Clangor, y junto a la coraza del paseo, nos emocionó aquel ‘Rompeolas’, tan lleno de salitre y melancolía como de sosiego. Olor a mar, olor a libertad, como lo cantó también José Luis Perales. Todo llama a la calma en esta postal prenavideña, menos el urgente goteo de mensajes en el teléfono. Caen los pitidos como balas, mientras la histeria de la sangre se reparte en París, bajo un inmenso manto de odio y sinrazón; ya sabemos lo cortas que se quedan todas las palabras. Y pese a todo lo contamos, como podemos, con la emoción contenida a borde de la pluma, porque los periodistas no podemos llorar. No, no es que seamos muy machos, es que no tenemos tiempo. Llorar requiere unos instantes. Los cronistas, los testigos, a menudo se quedan helados, como de piedra, con demasiado dolor en el corazón como para romper a llorar. No hay llanto más desgarrador que el que brota hacia el interior, en el más sereno de los silencios.

He pasado siete días frente a la radio extranjera, descifrando, navegando aguas digitales, entrevistando a fuentes y amigos esparcidos por el mapamundi, ordenando informaciones, y espantando rumores. He comido escribiendo y he pasado muchas horas, mano a mano con mi equipo, como tantos periodistas en tantas redacciones. Y he terminado eternas jornadas de sobresaltos, desplomándome en cansancios a esa hora de la madrugada en que el techo parece que se va a derrumbar sobre la cama.

Con todo negro al horizonte, al mar solo se le intuyen los rizos blancos de las olas que rompen. Tomo aire, a fondo, y reparo entre sábanas en viejas lecturas de aquello que un día llamaron Al Andalus. Una España musulmana, dicen. Que algunos lo pintan como si este fuera un paréntesis de paz en su tiempo, donde solo habitaban nuestras tierras artistas construyendo preciosas mezquitas, y poetas enamorados de sus moros versos. No tanto, no tan bonito, no tan poco bárbaro, no tan sutil, no tan del siglo XXI.

De nuevo en estas noches en blanco, más bien en negro, las crónicas de los días de las dos Españas –la cristiana y la musulmana- me abren los ojos ante el trámite que nos vemos obligados a pasar. Me asomo al rompeolas, al viento frío, intentando que el azote del mar, tan Atlántico, tan fuerte, tan reparador, arrastre y borre alguno de los recuerdos de esas imágenes insanas, repugnantes y salvajes que hemos tenido que ver, en París o en Mali, y que algunos, por cosas de este oficio, llevamos siguiendo desde hace año y medio. Que aún recuerdo la avalancha de insultos –manipuladores, amarillistas, exagerados, alarmistas- que nos dedicaron la primera vez que algunos decidimos contar en un periódico español que en Siria unos terroristas estaban crucificando y decapitando a gente en pleno 2015, por no querer convertirse al islam.

De la historia siempre se aprende. De ahí que me impresione, en estas letras de madrugada y poca luz, en esas crónicas más o menos envueltas en leyenda, que hay que leer con cierta distancia, la despreocupada confianza con que la España cristiana se abandonó una vez a los brazos de Santiago Apóstol, cuyos restos acababan de ser descubiertos. A través del tiempo y con la distancia y el respeto debido a los protagonistas tan lejanos y sus circunstancias, las lecciones de ayer nos dan los cabos a los que amarrarnos antes de que la tempestad nos engulla, y ya todo quede en pólvora y sangre.

Algo tiene que significar que haya sido el Camino el gran aglutinador de Europa en estos últimos años, acumulando en sus parajes y peregrinajes miles y miles de testimonios de personas que, de uno u otro modo, cada uno en la libertad de su conciencia, buscaron la paz en la vieja senda. Hay un faro de tierra adentro en Santiago para quien quiera mirar hoy. Un faro al que me asomo ahora, dejando un rato el griterío, el dolor, y la penuria extrema de nuestros días. Aquellos luchadores que hicieron lo imposible –que es lo más genuinamente cristiano-, siendo solitarios y pobres, se iban a dormir en la incertidumbre exclamando con firmeza “¡que sea lo que Dios quiera!”.

No digo que sea para hacer la guerra, para la inacción, o para nada que vaya cargado de algún prejuicio venenoso. No milito, no espero, no represento. No me represento hoy. Solo que ahora, que cae la noche con el termómetro en este rompeolas, bajo la luz cercana de Compostela, he buscado la paz a estas horas de odio en el abrazo al Apóstol, como hicieron nuestros ancestros, abrazando yo también las palabras de aquellos hombres buenos que nos precedieron en las desventuras y dolores. Sí. Es el Camino a Santiago de ayer y de siempre. Como una vida en todas las vidas. Como un peregrino en todos los demás. Un siglo más, que sea lo que Dios quiera.

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