Opinión

Amigos

La luz quema todo en este amanecer. Arde en la bocacalle del Casa Paco la última nave de una noche bajo una cortina de burbujas de champán. El sol calienta la cara a un diciembre joven, que estrena promesas de esperanza. Pero en los portales se desperezan los dejados, los perdidos, con la misma mirada de cuelgue que la semana pasada. Con esos ojos tan horribles que la droga pinta en algunos, y con esa piel magullada, que la pobreza y la miseria tatúa en otros, fundidas sus facciones con el gris de las paredes. Se escapa madrugadora por la puerta de un café una extraña canción crepuscular de Antonio Vega: “la transparencia, la paciencia, el sueño, y el dolor / hacen amigos como los que tengo, uno, o dos”. Y la mañana sigue su curso en el cielo, y la tierra empuja hacia atrás los pasos al remontar el casco viejo, llenas las aceras de lenguas de espuma y lejía que marcan como hitos los viejos portales.


Que estas mañanas blancas de diciembre son el ruido de unos tacones en una calle, y un coche que acelera más abajo, donde las estrecheces rompen en avenidas. Y el perfume aún fresco de una joven que cruza con prisa, y el festival de chillidos metálicos de cierres que se levantan, de los comercios que abandonan su suerte a los sábados de diciembre. El primer café, tercera edad. Vapor de porras y churros. Hay olores que no mueren. Como canciones viejas de adioses, que resisten al paso de los siglos, que nos invaden como los días de nuestros abuelos. El mío, no sé hace cuantas décadas, paseaba esta esquina, en esos años en que las ciudades eran una postal de invierno, firmada en blanco sobre sepia, y un montón de bares donde se podía mirar a la gente a los ojos, sin más prisa que la prisa, tan lejos de la histeria de nuestras pantallas.


Y late hoy también un “cariño como de santo”, que dejó escrito Álvaro Dalmar, que no ha cambiado a lo largo de los siglos, por más que los canales se hayan vuelto más fríos. Quizá por eso el jueves, cuando presentaba mi nuevo libro en Madrid, el teléfono era una cafetera silbando desesperada, por transmitirme felicitaciones por mi santo, en la curiosa circunstancia de que casi nadie sabe que tal día celebro mi San Francisco Javier. Pero “allá donde se cruzan los caminos”, que cantaba Antonio Flores, allá “donde regresas siempre fugitivo”, no es Madrid, no es una ciudad, sino la estación término de un viaje eterno, del tiempo perdido a la amistad. Y allí, claro, hablando de amigos, de buena gente, tenía que estar Javi Nieves, que tuvo la generosidad de presentar mi libro ya de noche, aún cuando su despertador grazna a las cuatro de la mañana, que le esperan sus miles de oyentes a la vuelta de la madrugada.


En la fiesta de amigos que siguió a la presentación de ‘Dios siempre llama mil veces’, en la maravillosa y ochentera Sala Caravan, alguien le pidió a Santi Santos, de Los Limones, que tocara su ‘Ángeles’, y no pudo el momento y el lugar ser más preciso. “Hay una clase de gente / esta si todo va bien / pero en los malos momentos te dejan caer”. Y es un rock. Nadie imagine una balada lastimera. Porque más tarde te cuenta lo único que cuenta: “Hay otro tipo de gente / que vi desaparecer, cuando yo iba de subida a lo alto del cartel / Pero de pronto aparecen/ se te congela la piel / estás tirado en el suelo y te ponen de pie (…) sin pedir nada a cambio te vuelven a sorprender / mis amigos, mi familia, mi gente tan fiel”. Y es que son ángeles que aparecen incluso cuando no están, y que no necesitas mantener, porque mientras el corcho no deje de flotar siempre estarán, con un hogar al que volver, y una gente a la que reunir y detener el tiempo, y sus cosas, al abrigo sereno de una cerveza. 


Y así todo queda en casa. Porque año a año se nos van al cielo, y parece que no están, pero en tardes como la del jueves sabes que están más que nunca. La iglesia, hablando de almas, lo ha llamado “comunión de los santos”, y a riesgo de ganarme la condena de algún teólogo, creo que pocas razones más grandes para ser cristiano que poder participar en ese magma invisible pero tan real, de los que están, los que no están aquí, y los que viajan ya muy lejos, para no volver, al menos mientras el mundo siga en su incesante sobresalto.
A propósito. Nadie repara en una de las mejores canciones de Calamaro, ‘Los chicos’. Quizá su letra más sincera. “Muchos amigos se fueron antes que yo / y me dejaron solo (…) espero que exista algún lugar / donde los chicos escuchen mis canciones / aunque no los escuche opinar / Toma una lista de mis amigos / quiero convencerlos, que vuelvan conmigo / si no, van a esperar mucho/ y hace mucho que los quiero ver”.


itxu_sn_resultSe me ilumina la media vuelta de la calle, tímida terraza de sol y café, para terminar de construir estas líneas, horas más tarde, ya en la ciudad del mar. No son muy diferentes los ojos brillantes de este amanecer marinero, y no es este diciembre ajeno a cada palabra. Que no esconde el calendario cumbre más propicia para la familia y la amistad que estas semanas que nos acechan, donde poco a poco la luz va invadiendo la tiniebla, y donde tantos corazones duros como piedras se derriten, casi se desarman, estúpidamente, como en el final de una comedia norteamericana. 
Que queda siempre un fortín, volver a casa, tender al viento el tiempo, encender el alma, y viajar por un fin de semana de calma y complicidad al borde de la chimenea.

Que solo en casa como en casa. Y los amigos ahí, como el cerrojo de las puertas a los abismos. Y yo, con Álex Cooper en la radio del coche, reventando carámbanos de melancolías: “Todavía siento la electricidad / pero los inviernos cada vez me pesan más (…) Y los días pasan / sin que pueda ver la luz del sol / y con cada amanecer / el frío aquí me hiela el corazón / pero da igual, no cederé, voy a esperar, que pase… diciembre”. Y diciembre, a sus cosas, levantándose, con las “tortugas boca arriba sin poner pie”, que cantó Miguel Benítez, prometiendo ser un páramo de amaneceres reconfortantes, en la oscura noche de otro invierno de “chinchetas en el aire”, que derretiremos a golpe de James Stewart y Donna Reed. 

Te puede interesar