Opinión

'Carta a su Majestad el Rey'

Señor:
Bonita mañana. La playa está llena de conchas, e intuyo que eso es señal de algo. Imagino que estaréis disfrutando con este conato de invierno que crece por los jardines reales. La escarcha lo vuelve todo más elegante. Los petirrojos permanecen inmóviles incluso ante el chasquido de los pies en la nieve. Y a veces, entre chopo y chopo, el móvil pierde su cobertura. Quisiera ser rey, solo por esos jardines, que más que reales parecen de ensueño.

Vivo en un desvelo, Señor. Pero no me duele España, o al menos no tanto como lo que me duele asomarme al espejo. Acumula Vuestra Majestad miles de cartas de españoles af ligidos, y sé a que todas da respuesta, que por algo se ha dicho siempre que Felipe VI es todo cercanía. Pero de todos los sinsabores, ninguno estimo tan doloroso como el mío, ni tan real, valga la monárquica redundancia. Encanece mi pelo, Señor. Encanece sin solución. Encanece por los lados, sucumbe en densidad por la azotea, y nieva suave sobre los valles en que desemboca mi ingenio, pero al otro lado del cuero cabelludo; disculpe Vuestra Majestad que emplee una palabra tan horrible vadeando el esperado protocolo. Escribo emocionado estas letras y no puedo ocultar, entre escalofríos, que en el último recuento la cifra de pelos blanquecinos en mi cabeza alcanzó los seis ejemplares. Brillantes, descarados, libres, pero con esa libertad que condena al que la padece.

Señor, he probado con todos los champús. Me he tirado de los pelos. He comido esas cosas verdes que salen de la tierra, que se aliñan para evitar que sepan a lo que saben, durante días y noches que se me han hecho eternas. Me he puesto a hacer deporte. Una vez recorrí el paseo marítimo de La Coruña al trote. Fiel servidor de esta nación, avanzaba cegado por el patriotismo, gritando a cada zancada de dolor: “¡por España!, ¡ésta también por España! Y ésta, ¡por España”. Pero ni siquiera el cielo se apiadó de un buen patriota. Con fiebre, Vuestra Majestad, con fiebre me asaltaron las agujetas a la mañana siguiente. Paralizado en cama. Estoy convencido de que Os hacéis cargo del drama que para un escritor supone tal circunstancia. Y fui entonces, al fin, un escritor, igualmente canoso, pero derrumbado en mi lecho durante largas horas, hasta que las agujetas se disolvieron lo suficiente como para poder reparar de nuevo en la tragedia del espejo que afea mis días.

Antes de tomar la difícil decisión de escribiros, lo he intentado con todas las instancias oficiales, e incluso he enviado un burofax a Loterías y Apuestas del Estado, amenazando con impugnar el Gordo de Navidad si nadie me ofrece una solución que, comprenderéis, va más allá del tinte que proponen, con insistencia, mis amigos entre copas.

Yo era un tipo apuesto, joven, irremediablemente atractivo, y también era humilde. Era, en fin, un caballero como Vuestra Majestad, en su triunfante ceremonia, siempre a tiempo de provocar desmayos en las chicas, que es quizá el salado aliciente de la majestuosidad. En el drama de mi creciente calvicie, no me reconfortan nada esas sandeces que publican los tuiteros: que cada cana es una luz de sabiduría, y que no estamos viejos, sólo somos más expertos. De acuerdo, seremos más expertos, Majestad, pero estamos jodidos. Negarlo no oscurece el pelo. Señor. Dicen que las canas son atractivas y citan a Richard Gere. Yo diría que Gere resulta atractivo a pesar de sus canas. Excepción, la Vuestra, que con canas y a lo loco aún os mostráis en plenitud real, envidiable verdor, reconfortado por el incienso de la realeza; y, con el debido respeto, por la presencia bella e iluminadora de la Reina. Sea como sea, lo de Gere me parece ese consuelo de tontos en el que algunos se regocijan cuando abrazan un mal de muchos. Y si hemos de hablar de madurez bien llevada, me quedo con la de Pierce Brosnan. Supongo que todos, de algún modo, si nos dan a elegir entre ser Richard Gere, Brad Pitt, o Dani Alves, nos quedamos con Pierce Brosnan, que además desconoce mi drama, porque al igual que Vuestra Majestad, pertenece a esa extraña estirpe de los que habéis nacido con las canas puestas, y así han quedado, apuestas para la eternidad.

Anoche entre desvelos de mi depresión post-cana tropecé en la prensa. Y qué imagen. El destino nos da a los españoles a elegir entre dos modelos estéticos, dos formas de administrar las canas. El Vuestro, de deslumbrante porte, y el del chico de los vaqueros y la camisa de camarero de autoservicio de estación de tren. De él, sí, envidio la longitud capilar, pero poco, porque también sus canas son infinitas, aún constreñidas con una de esas gomas que utilizaban mis exnovias de los noventa para recogerse la melena. Por suerte mis canas aún no son asunto de la gente ni de la casta, y puedo depositar a los pies de la imparcialidad generosa de La Zarzuela mis lágrimas.

El dolor, Majestad, es el lento devenir de los días hacia el abismo del pelo blanco, del que todas las muchachitas se compadezcan al verme pasear por el parque, en mi decrépita juventud de escritor precoz, que es la peor de las precocidades que se pueden padecer. De ahí que haya tomado la valiente decisión de escribiros, en este momento crucial para la nación, en el que me debato entre el ocaso de la senectud anticipada, o la posibilidad de seguir siendo un referente de planta y belleza, ese ejemplar de lozanía que fui.

Dice el artículo 1 de la Constitución que a los españoles nos gustan las mujeres y nos gusta el vino. Mi felicidad depende de ello y en Vuestras manos está el poder de intervenir, para frenar esta lluvia blanco sobre mi pelo, que camina peligrosamente hacia la ilegalidad, y que me priva de mi constitucional derecho a la juerga.

Señor. Sé que estos días su despacho vibra. Que todo el mundo acude con sus afanes, que todos dicen que España pende de un hilo y que, además, se trata siempre de su propio hilo. Pero sé que Vuestra Majestad distingue bien entre lo urgente y lo trascendente, y tal vez sea hora de ocuparse sólo de lo importante: impugne mis canas, Majestad. Por España. Agradecido y emocionado, siempre a Vuestras órdenes. 

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