Opinión

El chico de los neumáticos

John Boyd Dunlop estaría hoy de cumpleaños, si no hubiera muerto hace 95 años. Una lástima. Aunque admito que esto no es noticia. Gracias a Dios, casi todo el mundo se muere alguna vez en la vida. Y los que no lo hacen se conservan fatal, como Lenin. La excepción es Jordi Hurtado, pero no es seguro que esté vivo. Yo un día hice el amago de meterle el dedo en el ojo y ni siquiera pestañeó un poco, así que es posible que esté congelado, como el Pato Donald, o no recuerdo ahora mismo quién. Da igual. Dunlop era escocés y es uno de mis ídolos de cabecera. No por escocés, sino porque inventó la rueda en 1887; es decir, inventó la rueda 4.987 años después de la invención de la rueda. Una gesta sensacional, solo al alcance de los más grandes ingenios de la historia. Sueño con el día en que logre descubrir algo realmente importante que se haya inventado unos cuantos siglos antes, como por ejemplo América, y poder vivir de ello cuando me jubile, ahora que a algún imprudente se le ha escapado admitir que no hay ninguna posibilidad de que la hucha de las pensiones llegue viva a la tercera edad de mi generación.

Lo asombroso de Dunlop es que inventó la rueda sin ser ciclista, ni hámster, ni nada. Era veterinario. Y tampoco es que tenga la patente de la rueda -que es de Pedro Picapiedra-, sino de la rueda con cámara. En realidad inventó el aire, cuyo hallazgo tampoco está catalogado, si bien se atribuye comúnmente al televisivo José Mota. Y en particular, el aire dentro de la rueda; esa fue su verdadera sorpresa. Así que lo que descubrió a fin de cuentas fue el neumático, y lo habría encontrado mucho antes si se hubiera dado un paseo por las escombreras del extrarradio de cualquier ciudad española. Pero nació en North Ayrshire, que es una bobada de elección, pudiendo nacer en Galicia como todo el mundo.

Tengo un retrato de Dunlop en mi escritorio. Era un hipster adelantado a su tiempo, es decir, al revés que los de ahora. Y aún con eso, en lugar de ponerse un aro negro en la nariz y montar un gastrobar, se empeñó en revolucionar la industria del automóvil, que gracias a sus nuevas ruedas, echó a rodar, como diría Matías Prats; otro que bebió la misma poción que Jordi Hurtado. La carrera del escocés, de la cirugía veterinaria a los neumáticos, me inspira un futuro lleno de esperanza pensando en mi vejez. Inventar algo grandioso será la única manera de ser anciano en España dentro de cuarenta años, asunto que me preocupa bastante incluso a día de hoy -cosas del optimismo antropológico que nos insufló Zapatero-.

Tiene gracia que tengamos que seguir soportando el peso de un Estado que, después de todo, nos va a dejar con lo puesto justo cuando más lo necesitaremos. Porque España es un país que te prohíbe trabajar si eres viejo y, a la vez, te anuncia que tendrás que buscarte la vida cuando te jubiles. Quizá para ser español y vivir tranquilo hay que ser bebé. Es la otra opción que contemplo, si lo de inventar la penicilina me sale mal. Por lo pronto ya me he comprado una cuna y un peluche. Y no creo que se me de tan mal eso de estar todo el día comiendo y durmiendo.

También sopeso nacionalizarme malayo, que la historia trata mucho mejor a los extranjeros que a los propios. Fue un español el que inventó la siesta, y no tiene plaza, ni calle, ni acueducto, ni nada. Si en vez de Mariano se hubiera llamado John, hoy lo estaríamos idolatrando por su ocurrencia. Que España trata mal a los propios lo demuestra el hecho de que somos el único país del mundo que fabrica y defiende sus propias leyendas negras. Triunfar en la vida en España está mal visto, y fracasar también, así que lo mejor que le puede pasar a un anciano español es ser italiano.

Nunca dejará de asombrarme que a Dunlop lo recordemos por haber inventado la rueda y no el pinchazo. Porque antes de sus neumáticos, para romper una rueda era necesario emplear toda la mañana y la ayuda de un machete. Eran de goma maciza. O macizos de goma. O como se diga cuando algo es todo de una cosa y nada de la otra. Pero Dunlop dio con el hallazgo del aire y es ahí cuando la gente empezó a pinchar, a llegar tarde a los sitios, y alguien tuvo que inventar el gato -hasta entonces todo el mundo tenía perros o pajaritos-, y la demanda del servicio de asistencia en carretera se disparó, aunque no tanto como la de ruedas de repuesto.

Hasta ese momento, llevar una rueda de repuesto era algo así como llevar un diente postizo en el bolsillo por si se te rompe el original entre los azares de la jornada. Durante décadas y hasta la llegada del teléfono móvil, a nadie se le habría ocurrido la osadía de salir de viaje sin una rueda de repuesto; excepto a Carlos Sainz en el Dakar, el único español capaz de triunfar y fracasar al mismo tiempo.

Dunlop vendió su patente pero su apellido ha quedado vinculado para la posteridad al mundo de las ruedas, que es un vínculo no demasiado honroso, si tenemos en cuenta que, en el día a día, su nombre queda por los suelos una y otra vez. En ese aspecto también parece español.

Siguiendo su ejemplo, busco con confianza el invento de mi particular rueda, de cara a esa jubilación sin blanca que nos espera. Dunlop se cargó las ruedas de goma de toda la vida, de la noche a la mañana, para inventar la suya. Y así fue como logró hacer propia la máxima castiza: no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Sujeta el tenor de mi esperanza, una vieja certeza: de acuerdo, otra cosa no sé, pero romper los huevos es mi especialidad. Acabo de demostrarlo con Dunlop, cuya historia, a fin de cuentas, no le interesaba a nadie hasta hace cinco minutos.

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