Opinión

Un ciprés de bajamar

<p></p>

Septiembre nace en todos los corazones como una planta joven sobre tierra húmeda y fría. Gatea entre ruinas. Se despereza. 

Rojo como un apocalipsis se nos ha vuelto el cielo. Y ese humo coloreado, luz de gas, como de azufre en llamas, brota ahora de los montes, tristes de ceniza, rotos de carbón. Se escapa otro verano en un furgón blindado, cantó Quique González, y quizá todos los pájaros estamos mojados y enfilados en la cuerda de tender. Hay un brillo extraño en los ojos de esta noche y un perfume nuevo en la bajamar. Septiembre nace en todos los corazones como una planta joven sobre tierra húmeda y fría. Gatea entre rutinas. Se despereza, con su nervio insolente, mientras agosto se archiva en un rincón lejano del olvido. Pero qué luz dan estos cielos ya tan escolares. Crepúsculo tempranero, tarde tibia, y alba de un pico de hielo. Septiembre como una canción de Los Enemigos, como un estribillo de Los Piratas, el del verano muerto viendo a las chicas pasar.

Que está la noche llena de desiertos helados. De rostros pálidos. De ruidos de esta ciudad marinera y yacente, siempre a los pies del nordeste. Paseo la orilla y ya cruje la arena al caminar, inequívoco y sutil entierro de lo que fueron días felices de calor, de la sonrisa bajo las sombrillas de rayas, de aroma a verano recién sembrado. Y ya se recogen las terrazas, nunca tan temprano, muerta su alma por la devoradora presencia de jornadas llenas de tormentas en los relojes. Media asta en la coraza, porque otra vez, la tragedia asoma en el temblor del verano tardío, astilladas las vías del tren, retorcidas como una mala fortuna, en esta tierra de todos los lutos. Dios los cuide, sí, allá donde la vida da la vuelta. Al otro lado del tiempo nos los conserve a todos, y mientras, aquí, paz.

Un país bajo la farola que alumbra el puerto a esta hora. Una nación en el beso de salitre de estos dos enamorados. Él, a la sombra de una luna intermitente. Fijos los ojos negros en las pupilas azules de la joven. Ella, agarrada al momento, soñando con todas las eternidades que se asoman a las manos firmes de su chico. Al fin, septiembre, es cuando los corazones sueldan sus vacíos, y los amores se fundan sobre la roca del futuro, cansada el alma del goteo estival, tan lleno de levedades.

Se despereza una brisa del mar, hierática, de aroma a marea baja, y una pandilla de adolescentes cruza el paseo cantando villancicos entre risas. La gracia de burlar el tiempo. Extraño ejercicio de juventud, el de reírse de las hojas del calendario. Un hombre duerme entre cartones junto al cajero y están los taxis vivos y veloces, como si la ciudad de la costa se nos hubiera vuelto un Madrid lleno de congresos, ávido siempre de azafatas vestidas de rojo, y pintadas de rojo, como el cielo de esta tarde junto a las burgas, que el día me ha ido empujando hacia el mar como un depredador que acorrala a su presa pero solo para dejarlo después escapar hacia lo salvaje, robándole el sueño a Eva Amaral. Que hay dos formas de ver el mar, como frontera que acaba o como autopista que empieza, y yo en todo ese charco peinado de espuma y en sus ondas blancas, solo puedo ver el trampolín hacia los dulces sueños.

Afilan ya sus lápices los poetas. Acechan los días cortos de las largas noches. Y habrá una tristeza esperanzadora, que los ojos agradecen también la penumbra tras el ardor brillante de tantas flores de primavera, tras los reflejos de las piscinas y los yates, quemando retinas en el más longevo de los julios. Y será serena y racional esa melancolía, como en la languidez de esa sombra alargada del árbol del camposanto. Tan sereno. Tan bello. Tan eterno. Tan nuestro.

"Oye, seremos tristes, con la tristeza vaga / de los parques lejanos, de las muertas ciudades / de los puertos nocturnos cuyo faro se apaga", dejó escrito Rafael Maya para anunciar estos días que se despiden de su luz, "y así, bajo el otoño, tranquilamente unidos, / tú vivirás de nuevo tus viejas vanidades / y yo gloria póstuma de mis triunfos perdidos".

Y ya no serán, a la vuelta de la esquina, tampoco, ruidosas las noches. Quizá nadie ha pintado, con un trazo tan fino y emocionante, esa sensación escolar de volver al colegio y las rutinas de la urbe, al estallar un nuevo octubre, como Gil de Biedma. "En la noche de octubre, / mientras leo entre líneas el periódico, / me he parado a escuchar el latido / del silencio en mi cuarto, las conversaciones / de los vecinos acostándose, / todos esos rumores / que recobran de pronto una vida / y un significado propio, misterioso". Y es en esa inquietud, que son las sombras de la ropa colgada en la habitación en penumbra, en esa niñez enferma de imaginación, donde habitan todos los miedos que nos persiguen cuando empiezan a marchitarse las flores que, tan frescas, besamos en primavera.

Y así, enrojecen como el cielo los jardines, esperan su hora precisa los castaños, y mutan su ropa los árboles de los días felices de mayo. Que se llenan de elegantes chaquetas para hombre los escaparates, y a ellas les ofrecen ya jerséis con cuello exportado de Siberia, cazadoras de cuero, y botas de frío. Y así, muda el paisaje de las ciudades ante nuestros ojos incrédulos, al tiempo que los campos pierde el fulgor de sus verdes, y las flores de las carreteras comarcales, tan asomadas a los portones de las casas de campo que cruzo cada día camino del periódico, pierden sus rojos y sus malvas, y se vuelven poco a poco negruzcas, y sus hojas palidecen, adelgazan, se secan, y se dejan traspasar finalmente por la luz densa de estos amaneceres con tímido rocío, el primer guiño de invierno del curso.

Y al fin nos perderemos por las calles, no muy allá, cuando el frío nos empuje al fondo de los bares y allí encontraremos estíos felices de pura humanidad. Y del verano del furgón blindado quedará todo y quedará nada. Y será como la belleza de este lienzo para la posteridad, con la alegoría perfecta de un criprés y un globo para decir adiós y hola a la vez. Que la vida al fin es dar abrazos de conocer y despedir. Y más en esta preciosa tierra, tibia en el cielo y nebulosa en la urbe, donde nunca se sabe si los apretones de manos y los besos viene o van; pero sí, al menos, sabemos que los versos se quedan aquí a morir de hielo, hasta que otra primavera los derrita.

Te puede interesar