Opinión

La contraseña

No recuerdo a qué hora me toca el antibiótico. Creo que lo puse en un correo enviado a mi mismo, una práctica estúpida pero muy útil. Abro el correo. No recuerdo la contraseña. Tres intentos, tres fallos. “Demuéstrenos que es usted humano”, me dice la máquina. Me desnudo. “Aquí el ombligo”, le explico. Nada. Quieren que descifre unas letras psicodélicas, supongo que trazadas por alguien bajo los efectos del éxtasis, para probar que soy lo bastante hombre como para entrar en mi propio correo. “Blanda”, escribo. Error. No hay quien lea eso. “Plumca”, adivino. Error. “Último intento antes de confirmar que es usted un animal”. “Trampa”, tecleo. Bien. No sé cómo pero he acertado. Miro a derecha e izquierda. Tengo la impresión de que alguien ha hecho la vista gorda. Me quedo con la inconfesable duda de si al tercer intento pasarán por alto que falles alguna letrilla. Sea como sea, ya soy humano. Alivio. Breve alivio.

Para recuperar la contraseña me han enviado un correo electrónico, dicen, dejándome claro que no han entendido el origen de mi problema. Después de algunas gestiones: “Teclee su nueva contraseña”. La tecleo. “Esa es la vieja”. ¡Por fin!, pienso feliz, pero no, mi gozo en un pozo: ahora debo inventarme una contraseña diferente que jamás haya utilizado. La nueva clave debe contener al menos doce dígitos, letras en mayúsculas y minúsculas, números impares separados de los caracteres por una letra que sea mayor que alfa, caracteres especiales que no incluyan curvilíneas, dos pinchos de tortilla, no más de tres vocales, seis saltos de párrafo, y un giro de 180 grados y tres golpes firmes con el ratón.

Doy con la fórmula tras emborronar decenas de páginas. La introduzco. Me piden que la confirme. Y la confirmo. Estoy cogiendo soltura. Chasco. Cada vez que le doy a “continuar”, el lío: “no puede contener más de tres caracteres especiales”, “no puede ser toda en mayúsculas”, “esa es demasiado fácil”. Con insistencia y raza logro superar la pantalla. Ya parece que va a abrirse el correo. El primer amanecer tras la noche de los tiempos. Pero no, lo que aparece es una ventana flotante. “Hemos detectado que alguien ha intentado cambiar su contraseña”. Perspicaces, los muy cabrones. “Si no ha sido usted, póngase de inmediato en contacto con nuestro Centro de Seguridad; si ha sido usted, póngase cómodo”. He sido yo, claro. ¿Quién si no? “¡Soy el único que tiene la contraseña!”, grito, aunque no sé si hoy es el mejor día para alardear de esto. Continuar, avanzar, seguir. Te lanzas ya a los botones verdes como si te fuera la vida en ello.

Ha empezado a anochecer y parece que está cargando el correo. Me froto los ojos, enrojecidos. No creo que los que llegaron a la Luna sintieran tanta emoción como yo en este instante, en el que desciendo lentamente sobre mi bandeja de entrada. Ya puedo ver a lo lejos los últimos emails. Pero no me ha dado tiempo a tocar nada. De pronto, otra ventana saltarina se interpone. Un gran triángulo amarillo de “peligro”: “Para mejorar su seguridad, necesitamos que nos facilite su teléfono móvil”. Desesperado, intento meterlo por la ranura de cedés. “El teléfono entero no, imbécil, solo el número”. Tecleo velozmente mi número y pulso “continuar”. “No ha introducido su código de país”, alega. No me lo sé. Busco en Internet. Doy con el maldito código. Vuelvo a la ventana principal. “La sesión ha caducado”. Cierro. Interpreto a capela una de los Ramones. Decapito al ratón.

Abro el correo. Me piden la nueva contraseña. ¡Esta vez no me pilláis, forajidos! La tengo cuidadosamente apuntada en un folio en letras gigantes. Introduzco también el teléfono y el código de país. Iconos animados. Un “procesando” que me mantiene en vilo. Quizá cuando consiga leer el correo la mitad de los remitentes habrán muerto. Pensamiento positivo: el resto estarán vivos. Medito cosas así. Parece que se abre. La ventana titila y al fin, el mensaje: “le hemos enviado un código de confirmación al móvil. Introdúzcalo para poder acceder a su correo”. Sufro un espasmo en las manos. Golpeo accidentalmente el vaso que estaba preparado para la pastilla y derramo el agua sobre el teclado. Cierro rápidamente el portátil inundado y lo desconecto. Sopeso retomar el género epistolar en papel y tinta de pluma. O subirme por las paredes. O ambas cosas.

itxu8NOV_resultRecibo en el móvil un nuevo SMS. El código de confirmación. Buen código además. Mayúsculas, minúsculas, y muchos números. Sí señor. Estos tipos saben de códigos. Y mientras digo esto en voz alta pienso que me estoy volviendo idiota. Más. Enciendo el ordenador de sobremesa. Internet, por favor, y por lo que más quieras, la clave kilométrica del wifi no me la pidas, que tengo que llegar a casa a tomar las uvas esta Nochevieja. Ha habido suerte. Estoy conectado. ¡Viva el wifi! ¡Viva el botón “recordar contraseña”! Repito los pasos para entrar en mi correo y meto la clave del SMS en la ventanita. ¡Sí, mi correo!

Varios “sin leer”. El primero de ellos llama mi atención. Es una alerta de seguridad. Lo abro con ansiedad. “Nuestro sistema inteligente de vigilancia contra extraños ha detectado esta tarde varios intentos de inicio de sesión fraudulentos desde un ordenador diferente a este. Hemos procedido a bloquear su cuenta. Tome nota de su código personal de incidencia para cualquier consulta: 2A18T3FX29”. Hiperventilo. Llamo al número de teléfono indicado. “Dígame, dígito a dígito, su código personal de incidencia”. Lo canto. “No le he entendido”. Lo vuelvo a enumerar vocalizando como un besugo, pero como un besugo logopeda. “No le he entendido”. Implosiono. “Si desea hablar con uno de nuestros asistentes, pulse 5”. Pulso 5. Suena un subidón de violines superpuestos en la oreja. Caen los primeros copos navideños en la ventana. Se corta la música. Vuelve a empezar. Más violines. Se corta. Violines. “Lo siento, todos nuestros operadores están ocupados, vuelva a intentarlo en unos minutos”.

Sigue nevando. El antibiótico se ha derretido y está ya crepitando bajo el foco. Empiezo a mordisquear con avidez una batería de litio.

Te puede interesar