Opinión

Que corra el aire

Hace tanto calor que, en vez de gorriones, el parque está plagado de alitas de pollo con tres salsas. Pimienta, tres quesos, o tomate de la huerta. Celebro este solazo, porque allí donde hace calor hay una razón de peso para tirarse al agua, chof, y pasar la tarde. Desde tiempos remotos sabemos que el estado normal del hombre es estar tumbado al sol con una cerveza fría en la mano, frente a una gran piscina con tumbonas y sombrillas hawaianas, rodeado de chicas jóvenes, y guapas, y música vieja de los Stones. Los hombres prehistóricos habrían hecho todo esto si hubieran descubierto que existían todas esas cosas tan maravillosas. Como no lo sabían, mataban el tiempo moliéndose la cabeza a palos unos a otros. No los culpo. No había WhatsApp y el único modo de bloquear a alguien era golpeándole la cabeza con el tronco de un árbol.

Todo lo que sea estar a la sombra es malísimo para la salud. No hay más que ver a los cactus, que les da igual vivir al sol que a la sombra, y así se han quedado, en una cosa anodina que pincha al resto sin el menor cargo de conciencia. El cactus es mala gente. Porque pincha por el mero placer de pinchar. Los cactus son los bolardos del desierto. Junto a los horribles reptiles de secano, son la causa de que un lugar lleno de arena y sol sea un verdadero infierno en vez de un paraíso. Estas temperaturas me recuerdan que he nacido hombre, pero mi vida habría sido mucho más razonable si hubiera sido bolla -con b-, mi verdadera vocación. Flotar, flotar, y no pensar en nada, parafraseando al gran poeta.

El calor convierte cualquier roce en una guerra mundial, y nos obliga, desde el punto de vista formal, a guardar las distancias, especialmente con los animales más peludos. Como norma, procura no rozarte nunca con nada que tenga más pelo que tú. Y evita todo aquello que impida que corra el aire entre sujetos, porque resulta un ataque directo a la libertad de expresión, a la propiedad privada, y a las normas más básicas del libre mercado. Y mira dónde te pones. Cuando notes el chorro fresquito en tu cara, date la vuelta, y verás que hay un montón de gente que se está asando por tu culpa. En verano debemos doblar la distancia de separación con nuestros semejantes. De otro modo, podrían saltar chispas, prender su camisa, calcinarse, y no te parecerá divertido explicarle todo esto al juez mientras balbuceas idioteces sobre que la temperatura era muy alta.

Dicen los expertos que para combatir el calor lo ideal es moverse poco. Yo llevo treinta y cinco minutos quieto, a pleno sol, en el centro de la plaza. A menudo los expertos se ríen de los inexpertos. No sé si ahora que estoy quieto tengo menos calor que hace media hora, lo que sí sé es que podrían freírme un huevo en la punta de la nariz, algo que sin duda haría las delicias de esos chefs modernos que necesitan agujerearse la oreja para poder hacer ricos los chorizos al vino, que es una cosa que está rica igual con o sin agujero.

Si la primavera es la estación del amor, de los apasionados, y de los trabajadores más impetuosos, el verano es tiempo propicio para los vagos; el auténtico motor de esta sociedad. La quietud a la que obligan los calores es sinónimo de higiene, de vida sosegada y ventilada, mientras que el aspaviento siempre desemboca en el doloroso drama del sudor, de muy difícil gestión en las sociedades avanzadas. Tengo para mí que todo este asunto del calentamiento global es una extraordinaria noticia, siempre y cuando nos permitan largarnos a vivir a la playa y poder disfrutarla en la mejor de sus dimensiones.

Con el calor ha llegado también la alergia, los mosquitos, y la campaña electoral. No creo que haya ninguna relación entre el calor y la política, porque a mi todo esto de los carteles encolados del siglo pasado y los mítines de vena hinchada y enrojecida, me deja más bien frío. Casi todas las cosas con las que podemos entusiasmarnos rápido e intensamente están ya preparadas para defraudarnos. En eso consisten estos días de campaña, pincho de tortilla, y promesa electoral. Por suerte para La Región, aquí nos cuenta el día a día de la campaña el gran Xabi R. Blanco, que sazona esos fríos programas electorales con la sonrisa generosa de lo cotidiano, nos los baja al bar. Nos divierte y al tiempo nos enseña al sujeto político despojado de estupideces y eslóganes.

Como sea, es hora de ir a la playa, lanzarse al río y abrazarse a los mojitos. Hay que comer ensaladas, beber gazpacho, y sentarse a ver pasar la vida en las terrazas. Hay que subir el aire y la música y apagar los teléfonos y, seguro, pedir otro tinto de verano. Casi siempre hay que pedir otro tinto de verano. Ahora empiezan además esas fiestas que tanto nos gustan en las que la gente se reboza en comida y bebida y se fotografía entre grandes sonrisas, como si no existiera penuria alguna sobre la faz de la tierra. Hay que hacer de todo y es obligatorio pasárselo bien, e incluso terminar este artículo entre calores puede convertirse en una tortura. Me pregunto cómo haría Santo Tomás de Aquino, con su reconocido sobrepeso, para completar la Suma en los días más aciagos del verano. Pero con los santos nunca se sabe. Es obvio que la terminó de milagro. De todos modos le quedó larguísima y eso es porque cometió un error de principiante: no pedirle a Íñigo Navarro que le hiciera las ilustraciones. Que todo lo que pinta Navarro ya queda dicho y no es necesario escribilo de nuevo.

Después de todo, supongo que en algún momento acabaremos acariciando una orilla con la planta de los pies, así que este asunto de la temperatura nos importará poco. Para entonces estaremos demasiado ocupados defendiéndonos de las medusas, unos bichos odiosos que Noé jamás debió meter en su Arca, histórica imprudencia bíblica de la que hablaremos otro día. Porque el cristianismo es una fe sólida y feliz, pero el episodio del diluvio universal siembra dudas sobre la extraña caridad que sentía el patriarca hacia los animales que pican y muerden, tan merecedores o más de morir ahogados como cualquier pecador de carne y hueso.

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