Opinión

La dieta de los millennials

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La forma más rápida de perder treinta kilos es beberse tres botellas de whisky y largarse al Casino de Torrelodones; que es el único casino del mundo que no rima con nada. Estas son fechas complicadas. El mundo está plagado de culturas y diversidades, pero en todas ellas se come muchísimo en Navidad. Y en España, con los pinchitos, nuestros maravillosos vinos, y esos polvorones de Tordesillas que quitan el sentido, nos hemos puesto hasta arriba. He visto a vecinos rodando por las escaleras porque no cabían ya en el ascensor. Ha llegado la hora de adelgazar. Pero nada de dietas milagro. Es importante ponerse en manos de un profesional. Es decir, en manos de un columnista.

Los cánones de belleza siempre están cambiando. En el Renacimiento italiano las mujeres bellas eran de caderas anchas y piel pálida. Los 60 lograron estropearlo casi todo, incluido eso, y nos presentaron a unas chicas huesudas que muy probablemente solo se volvían atractivas bajo los efectos del LSD; efectos muy frecuentes entre los que entonces decidían las cánones de belleza. En los 80 algunos hombres empezaron a utilizar hombreras y, en venganza, las mujeres decidieron peinarse metiendo los dedos en un enchufe. Y en los 90 sufrimos la resaca de tres generaciones de estrellas del cine consumiendo estupefacientes. Que el influjo fue letal se descubre tan pronto como abres esos viejos cuadernos de fotos de juventud, y ves que en los 90 éramos esencialmente pantalones, los chicos, y ombligos, las chicas.

Nosotros ahora somos los millennials y eso nos permite ser guapos siempre y en toda circunstancia, con independencia de que estemos más o menos gordos. ¿A quién le importa? Ligamos más que cualquiera de nuestros hermanos mayores gracias a las redes sociales, conocemos los efectos de todas las drogas sin tomarlas, preguntándoselo a Google y viendo a idiotas arrojarse por los balcones de los hoteles de lujo, y podemos dejar a nuestras novias mediante un simple mensaje de texto. Supera eso, flaco, y luego dime que he de ponerme a dieta.

Dicen los gordólogos que hay dos tipos de obesidad. La que tiene forma de pera, a la que los eruditos llamamos ginoide, y la que tiene forma de manzana, a la que los eruditos llamamos androide. La más común hoy es la que tiene forma de macedonia, a la que los eruditos llamamos gordoide. La forma del cuerpo es esencial para mostrar una buena figura. Si de algún extraño modo logras equilibrar el tamaño de tu cabeza con el del culo, mediante el empleo de prendas cinco o seis tallas por debajo de la tuya, no necesitarás adelgazar. Si no lo logras, en realidad, tampoco lo necesitas. ¿No me digas que vas a asustarte ahora por cien o doscientos kilos de polvorones de nada que han caído en las últimas semanas?

Habla la voz de la experiencia. Los que tenemos figura escultural desde hace años, conocemos bien el doloroso mundo de las privaciones. En una ocasión tuve que renunciar a un phoskito y merendar una manzana. Fue un momento duro y no me gusta recordarlo, pero sé que para vender libros he de pasar por alto estas limitaciones, y contarlo abiertamente.

Era adolescente, escuálido pero atlético, y debía mantener a raya mi figura a pesar de mi indomable afición a los phoskitos, solo equiparable al amor incondicional que sentía entonces por un alimento muy equilibrado que se vendía antaño en los bares, el triángulo de chocolate; equivalente en calorías a tres millones de ensaladas de rúcula aliñadas hoy por cualquier hipster de Malasaña. Pero aquel día la tarde estaba lúgubre y la cocina, solitaria. Estábamos solos el phoskito, la manzana, y yo. Me armé de valor, me dirigí al frutero realizando un escorzo para alejar la tentación del pastelillo, hice un ademán rápido señalando al cielo, y me arrojé sobre la manzana. Tras el primer chasquido, el vértigo. En el segundo, el subidón verde. Después, la inconsciencia. Y al fin culminé la hazaña, confortado por los ángeles de la buena salud, y entré así con huella de oro en el mundo de lo saludable, que es todo aquello que se puede saludar, como un vecino, un primo, o incluso un guardia civil.

Del episodio se deduce una cierta animadversión a las manzanas. No voy a negarlo. Aborrezco las manzanas casi tanto como a los tuiteros que dicen “zasca”. Existe un consenso universal en torno al único fruto bueno del manzano, que es la sidra, pero lamentablemente ningún dietista famoso se ha decidido a tomarla en consideración; lo que dice mucho y bueno de la sidra, y poco y malo de los dietistas famosos, entre los que destaca siempre el gran Dukan, popular por sus inolvidables Esos ojos negros, y Jardín de rosas, registradas en compañía de su primo, el endocrino donostiarra Dhu.

En síntesis, para lucir este cuerpo con el que alegro las calles, no llega con llevar una vida ordenada, y practicar algún deporte –en mi caso el alzamiento de meñique cada mañana-. Ni siquiera basta con haber ingerido una vez una manzana, renunciando heroicamente a los azúcares de un phoskito. No. Para alcanzar este equilibrio, esta figura de vértigo, este cuerpo de divinidad del Antiguo Egipto, este pedazo de carne que quita el hipo, este arrabal sin grillos en primavera -ni espaldas con cremalleras-, resulta imprescindible evitar las grasas, los azúcares, los carbohidratos, el alcohol, la sal, los cereales, las frutas con hueso, las frutas sin hueso, los huesos sin fruta, el jamoncito, los bollos, la tortilla, el churrasco, la pasta, los fritos, la carne de cerdo, cualquier carne, los huevos, los huevitos, los huevotes, los huevetes, los huevones, todos los congelados, incluidos los huevos y todos sus derivados, el hormigón armado, las salchichas, los salchichones, y el pastel de merengue, chocolate, galleta, y dulce de leche.

Por suerte ahora la moda son las dietas disociadas, en las que puedes comer mucho de una sola cosa. Así que yo este año me limito a tomar a todas horas el pastel de merengue, chocolate, galleta, y dulce de leche, privándome con esfuerzo de todas las manzanas, ese error de la genética que, no por casualidad, trajo la perdición al género humano a través de Eva, mientras Adán, sospecho, se ponía hasta la bola en el árbol de los phoskitos.
 

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