Opinión

España explicada a los mayores

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Pedro Sánchez quiere pero no puede. Rajoy ni puede, ni quiere. Rivera, puede, pero solo del mismo modo en que podríamos afirmar que no puede. Y finalmente, Iglesias quiere, quiere, y solo quiere; así que no parece importarle lo más mínimo si puede o no. España empezó su deriva siendo una nación “discutida y discutible”, y ha terminado siendo una discusión indiscutible sin rastro alguno de nación. Me piden desde Nueva York que trate de exponer lo que está ocurriendo aquí, y me siento con más fuerzas para explicar la evolución de los cortes de pelo en la moda femenina de Burkina Faso –nada que ver con Burkina Fashion-, que para contar lo que se está cociendo en Madrid, allá donde se juntan los leones, como no decía la canción.

La crónica es la de un gran enredo. A Pedro Sánchez le han dicho que hable del inmovilismo de Rajoy y, para sopor de los periodistas, está siendo incansablemente diligente en esta tarea. Me cuentan que ayer llegó a una de esas cadenas de comida rápida y, cuando le preguntaron cómo quería el puntito de la hamburguesa, dijo que todo era culpa del “inmovilismo de Rajoy”. 
Por su parte, Rajoy va a terminar sus días como esperábamos de alguien que ha hecho de la inexistencia su ideario político, desde que renunció a representar el partido de centro-derecha que heredó y decidió, junto a Arriola y los columnistas del Marca, que lo más gracioso era entregarse al extremo-centro. Gran hallazgo en la tarta política, que ha dado unos resultados casi tan espléndidos como el zapaterismo para el PSOE.

Si España fuera todavía una nación y no un club de carretera, habría llegado el momento de dejar paso a lo más parecido que tenemos al conciliador Adolfo Suárez que, salvando todas las distancias evidentes, es Albert Rivera. Ni siquiera por una cuestión ideológica –en el seno de Ciudadanos es más fácil todavía saber lo que no piensan que lo que piensan-, sino por un asunto principalmente estético. Rivera y Girauta representan en solitario, cuando aparecen en la pantalla, la España que aún se lava, y la España que aún lee; solo por esa razón ya puede considerarse que son la mejor apuesta para liderar la incertidumbre y pilotar temporalmente un país condenado al consenso, como única manera de no caer en manos de extremistas.

Como aquel chico de nuestra adolescencia que triunfaba con las más guapas de la clase haciéndose la víctima de cualquier situación, Sánchez está triunfando en el papel de mosquita muerta. Pero olvida que esa parte de la historia del socialismo le salió bien a Zapatero, solo por el 11-M, y porque tenía en frente a un tipo como Rajoy, que de los tres candidatos de Aznar a sucederle era el único que jamás habría apostado por sí mismo. Rajoy pudo haber sido –reparen en el tiempo verbal empleado- un gran presidente para España. Ajeno a todo sectarismo ideológico, buen gestor, hombre responsable; al fin y al cabo, es esa clase de vecino al que todos dejaríamos las llaves de casa por si hay goteras durante nuestra ausencia de veraneo. No puede decirse lo mismo de Sánchez, cuyo tuit más famoso de la última década proyecta todo su programa de gobierno responsable: “marcho a comer”. Y, en efecto, marchó. No hay pruebas de que haya regresado.

Que ahora Sánchez vuelva a ser referente en esta España en funciones, es por el vacío de poder. Ya iniciada la crisis de pactos, un día decidió convocar una rueda de prensa en el Congreso, y se quedó de piedra al ver que había un montón de periodistas tomando notas, incluso cuando se limitaba a decir sandeces para comprobar si la gente seguía con el boli en la mano. Y seguían. Eso hizo crecer su ego hasta el punto de desoír los consejos de un tal Felipe González, e inflarse como un palomo en una noche de ligue, y ahora me cuentan que da las ruedas de prensa con bloques de hormigón atados a los pies, porque se teme que pueda salir flotando sobre el Congreso y obligar a interrumpir el tráfico aéreo sobre la capital. Para un partido solo hay peor cosa peor que un candidato en las nubes, y es uno bajo tierra. Que si Ferraz se ha especializado en la mosquita muerta, Génova está haciendo un doctorado sobre el avestruz.

De Pablo Iglesias todos esperamos que haga el chiste, la jovial gracieta, sacuda algún sopapo, probablemente merecido, a los restos de la antigua derecha de Rajoy, y regrese finalmente a su caverna universitaria, a asesorar a los chavistas en Venezuela y a hacer botellones con Errejón, al que si no está Pablo no le dejan llegar más tarde de las diez. Eso del Harry Potter comunista sí que es un drama y no lo de Luena, que al fin y al cabo todo su pecado comenzó por ir a comprarse los mismos jerséis de pico que Pedro Sánchez, pero despertando un entusiasmo muy inferior que el líder del PSOE entre la parroquia femenina.

Que España se cierna sobre el horror del comunismo, es responsabilidad compartida del PP y del PSOE, y la valiente colección de inútiles que han dirigido ambos partidos desde hace más de una década, premiando siempre el servilismo, la disciplina de partido, la corrupción, la mediocridad, y apagando cada conato de espíritu crítico con la misma violencia con la que hoy nos enfrentaríamos a una jauría de virus zika borrachos que quisieran abrazarnos.

Entretanto todos seguimos yendo a trabajar, o a la cola del paro. Algunos esperando a que lleguen los suyos, quizá para esparcir su mezquindad titiritera por las calles a precio de lotería, y otros preguntándonos quiénes son los nuestros; que lo único seguro es que no tenemos nada que ver con esos tipos que se pasan el día en el escaño jugando al Candy Crush, en el mejor de los casos, en vez de defender la libertad y el sentido común, que ya es todo a lo que aspiramos.
Al fin, España es un país que limita con el mar por un montón de sitios y eso lo hace víctima potencial de un devastador tsunami. Visto así, tenemos más opciones de morir arrasados por el mar que de tener un día un gobierno que no esté en funciones. Pero si la alternativa al actual bloqueo es una alianza de socialistas y comunistas fumando marihuana en los jardines de La Moncloa, quizá sea mejor que nos aniquile una gran ola. Es una forma digna y vistosa de bajar el telón al viejo y agonizante imperio, y después luce de maravilla en los libros de historia.

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