Opinión

Mi España serena

Manuela Carmena quería montar en bicicleta. Las bicis públicas en Madrid son una metáfora perfecta de un estado comunista, porque tienen un pequeño motor para hacer trampa cuando todo lo demás no funciona. Además era el día europeo sin coches. Y Carmena decidió cortar la Gran Vía, que como todo el mundo sabe es una calle que carece de tráfico, excepto algunos carruajes de madrugada y puntuales rebaños de pastores con vacas y ovejas que pastan por la zona. Entraba yo en la ciudad con esa impaciencia propia que suda el asfalto en el nervio de España, y de pronto, el caos. No he visto tantos coches juntos en mi vida. Y es genial, porque la fotografía aérea era una suerte de justicia poética. Día sin coches. De acuerdo. Ni uno en Gran Vía, en efecto. Carmena montada en bici con motor no cuenta como automóvil. Ahora bien, el resto de Madrid era como la escena final de la persecución policial a los Blues Brothers. Admito, a propósito, que siempre he deseado un código penal más laxo para poder hacer la compra sin bajarme del coche al menos una vez en la vida. Prometo que apagaré el cigarrillo antes de entrar al centro comercial, por si los GEOS. Porque en esta España de alcaldes improvisados, todo lo que no es ilegal, está prohibido.

La gracia fue, al final, abandonar el coche en un lejano parking y pagar un taxi para poder llegar a la redacción de Santa Ana antes del Juicio Final –alcadesa: me debe usted 35 euros con 40 céntimos-. Del periódico a la cerveza, y de ahí al Congreso. Allí plantado, entre los dos leones, comprendo que la historia reciente de España es la historia de una inmensa mayoría de gente que tiene que esquivar con paciencia las trampas de los políticos, para conseguir trabajar, divertirse, ganarse unos duros, y conservarlos sin que ninguno de los brazos succionadores del Estado se los roben. Y entretanto, el circo político nacional, en los telediarios, a años luz de los problemas. Y cuanto más populistas, cuanto más cercanos, más lejos están.

Siempre hemos pensado que la grandeza de una nación se mide en su capacidad para defenderse de un enemigo con sufrimiento y entrega. Pero quizá hay algo que hace más grande aún a un país: ignorar a su enemigo. Y es que la mayor parte de los españoles no pueden permitirse perder el tiempo en bobadas, porque están haciendo cuentas para llegar a fin de mes, o sencillamente, aprovechando al máximo la buena estrella de tener trabajo. Siempre se ha dicho que para ser comunista hay que poder pagárselo. Y quizá sea cierto. Por eso muchos optan por el negocio del nacionalismo, que es lo mismo pero con pasta tan ajena como “identitaria”.

Vuelvo a casa y me cruzo con Pablo Iglesias en el periódico, que ha venido a mi tierra a darse un baile con Anova; un partido que nació siendo el muerto y que ahora es el enterrador, gracias a los rituales góticos de la Complutense. Dice, después de una foto con Beiras, que Podemos es un partido “plurinacional”, al menos en Galicia. Y lo que no sabe es que la retranca -gallega y galleguista- de bar ya ha dado con el mejor hallazgo político de los últimos meses. Y en castellano. Obrero de mono azul, carajillo, y barba de tres días, al camarero: “Podemos es el único partido que se escribe con pe y se pronuncia con jota”. Y después, carraspea con resignación y pregunta, arrojando con desprecio el periódico: “¿qué le debo?”.

No haré yo, faltaría más, el trabajo del presidente del Gobierno y del Jefe de Estado, que perdió esta semana la mejor oportunidad de su vida para ganarse el respeto de los españoles. El aprecio se gana chillando en las finales de baloncesto. El respeto, trabajando. No sabría decir qué es más importante para un monarca, incluso para un monarca un poquito republicano, pero da lo mismo porque hace tiempo que el rey ha dejado de ser un asunto de España para convertirse en un asunto suyo. Que cada cabeza aguante su corona.

Lejos de todo este ruido, hay una España serena, educada y noble. Silenciosa. Y es mayoritaria. Hay una España que se avergüenza al ver el telediario. Hay una España, que es la única, que no asume, ni acepta sus regiones, sino que las ama con toda la solemnidad con la que se puede amar una denominación de origen, un pulpo del norte, a una mujer mediterránea, o a las poesías regadas de vino y melancolía de Manuel Machado. Incapaz de entender el país sin la cultura, la tradición, la riqueza, y la mezquindad también, de cada rincón de nuestras fronteras y de su historia. Esa es la España en la que nací y en la que espero morir, toda vez que se retrasa el proyecto de mi jubilación toscana, porque aún nadie se ha prestado a donarme una pequeña finca entre viñedo y viñedo. La ingratitud del mundo no conoce fronteras.

He recorrido en tres días media península ibérica, descubriendo a nuevos amigos de Barcelona, de Sevilla, de Madrid, de Vigo, y he confirmado mi sospecha sobre la serena españolidad que nos une, por encima y por debajo de los alargados cuchillos de los oportunistas. Una España que te mira a los ojos y no al carnet, que te pasa la mano por el hombro, te lleva hasta la barra, y te pregunta: “¿qué quieres tomar?”. Y está el asunto del talento. Que veo triunfar a mis amigos columnistas y escritores, firmando piezas deliciosas aquí y allá, y me alegro, y se les ve felices, alejados ya de la etiqueta ideológica, como hipsters huyendo de un lacón con grelos. Respeto máximo por la cultura, la historia, el trabajo, y los bares. Esa España. La única, insisto.

neu perro tres patas copia_resultLa guerrita de las banderitas, los idiomitas normalizaditos, y las lumis con champán francés –es que son así- en Luz de Gas se termina, se desvanece ya por causas naturales. Comprendo que para los que viven del cuento es trágico admitirlo, pero es que el lunes hay que ponerse a trabajar, cada uno en el idioma que le salga de las narices, que ya hemos perdido bastante tiempo investigándonos el ombligo. Y por último, un favor muy personal. No nos situéis, os lo ruego, ante la ocasión de tener que elegir entre Trueba e Inés Arrimadas. Eso es un crueldad.

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