Opinión

Estampas abrileñas

España podría explicarse sin cerveza y sin chicas, pero entonces sería Corea del Norte, que es uno de esos países donde la felicidad es obligatoria. Aquí uno puede sentirse mal sin que nadie se ofenda, porque todo español entiende que necesitamos excusas para llenar las terrazas y vaciar los barriles de los bares. La alternativa es quedarnos en casa y eso es peligrosísimo. Conozco tipos que, desesperados, se han puesto a reparar la cisterna. Porque todo hombre lleva dentro un fontanero ocioso y afortunadamente frustrado. Y así debe quedar. Para eso están las terrazas, las cervezas, y las chicas que, primaverales, pasean estos días las calles, haciendo del paisaje de los cerezos en flor de Japón una cursilada anodina de la que solo pueden disfrutar los japoneses, que son los mismos que vienen a nuestro país y se hacen selfies grupales besando parquímetros, que es más o menos lo mismo que casarse con un radar de la DGT.

Es hora de apagar los infiernillos de las terrazas y dejar que este aire traicionero de marzo nos haga estornudar a placer, que si Dios dio al hombre esa absurda capacidad es porque debe tener algo beneficioso para nuestro organismo. Es hora de teñir la piel de aceituna, de verter secretos adolescentes en las mesas, y de que las niñas agiten sus grandes vasos de tinto de verano, y salgan después abrazando farolas por las calles de Madrid, que eso lo he visto yo, mucho antes de que, con solo mirar fijamente los ojos a una caña, cualquiera pueda reventar los alcoholímetros con los que financiamos los dispendios de nuestros gobernantes.

Escribo en la terraza de las grandes ocasiones. Marlon Brando, un posthipster desorientado por la escasez de anfetaminas, me mira condescendiente mientras se consuela con un gintonic que me recuerda al Jardín Botánico. Marcos me trae otra caña helada, para que pueda hacerle dibujitos de hielo en el cristal, y la gente ignora al bohemio, como está escrito en todos los manuales de urbanidad. Todos excepto el grupo de australianas del fondo, que han nacido en la era en que Papá Google lo sabe todo, y miran mi pluma estilográfica con pavor, como si estuviera ejerciendo un ritual cruento en el que el folio sangra en negro mientras yo le rasgo las costuras. Lo más arcaico que han conocido es un iPhone 4 y eso es una tragedia para los que creemos que toda esta cosa tecnológica es tan buena como un dolor de muelas.

Ha salido este sol que pica, amaga y engaña. Sol de Kiko Veneno. Sol de abril. Sol de feria. ¡Viva la manzanilla sanluqueña! Y nos resignamos al resfriado inaugural de la primavera, que es el primero que pasamos con fiebre mientras en la calle empieza a hacer la misma temperatura que en nuestro cuerpo. Pero por ahora, las nubecitas blancas dibujan angelitos en el cielo azul, los niños ríen en los parques, y los viejos siguen patrullando la calle con la ropa de noviembre bajo la solanera. Así que hay que aprovechar este momento, el delicioso despertar de la España real, la que no tiene tiempo que perder viendo entrar y salir en comparecencias eternas a todos los idiotas en funciones que en el mundo han sido.

Este baño de sol joven nos reconcilia con nuestro ecosistema y, por fin, nos saca de los bares irlandeses en los que nos refugiamos mientras invernamos, porque no tienen ventanas, y así obviamos la dolorosa comprobación de que, sí, llevamos seis meses bajo el frío y la lluvia. Y nos enternecen las siluetas de los primeros enamorados de abril confundiéndose en cualquier arboleda, y jurándose amor eterno y para toda la vida, siempre y cuando toda la vida dure solo las próximas dos semanas, que luego empieza la temporada de festivales y las promesas valen tanto como las de aquella canción de los Piratas.

El parlamento se distrae en batallas absurdas mientras olvida lo único realmente importante para el bien común: de una vez por todas hemos de plantar cara a los frutos secos en las terrazas. Algunos no lo saben, pero la última aberración hostelera es acompañar las cervezas soleadas con combinados de frutos secos, con la mejor de las voluntades, y confiando en que el subidón de sal obre en el cliente el ansiado salto de la caña al gintonic, de los dos euros a los nueve. Comprendo la osadía y el empeño, pero el pincho es lo que ha hecho grande al bar, y no los combinados de aperitivos de marca blanca, vendidos en sacas enormes, que son un insulto a quien todavía sabe hornear individualmente las almendras. Acabemos también con esas patatas fritas que son todo grasa y sal, que me recuerdan que tengo que hacer la revisión del aceite del coche, y erradiquemos –los más veteranos lectores de esta página ya conocen mi Manifiesto Contra el Pepinillo- de una maldita vez el pepinillo, origen de la decadencia de Occidente, cima de todos los males del mundo y, en comandita con el alioli, enemigo natural de la paz y la natural convivencia entre los pueblos.
Si notas que zigzagueo en algún párrafo, es porque estoy a dos manos con las patatas fritas, los quicos, y las aceitunas. Porque no es la coherencia virtud del bohemio, y no estamos los poetas del 2016 como para despreciar nada salado que acompañe a la cerveza. A decir verdad, no estamos los poetas. Y eso es todo.

Al fin, pasa la tarde entre claroscuros y soles rojizos, y me pregunto por qué la policía no incauta de una vez todos los acordeones del país y nos ahorramos este dolor que aqueja a las terrazas. El acordeón es llanto precioso. Es corrido, y lamento en ranchera, y es a ratos el caballo sobre el que José Alfredo Jiménez pudo conquistar nuestros corazones. Pero en manos de irresponsables se vuelve arma de destrucción masiva y despierta la peor de nuestras bestias si insiste, si se vuelve polka sonriente de media tarde, si se viene arriba aunque el público no elegido esté deseando morir. Debe haber un lugar perfecto en el mundo para los pepinillos y los acordeones y estoy seguro de que es muy lejos de esta terraza en esta tarde blanca de abril. Con todo, por extraño que parezca, es tanta la paz que emana este momento, el solecito, la cerveza, y las chicas que adornan los días de feria, que estoy dispuesto a indultar al acordeonista, siempre y cuando suelte lentamente el arma y se entregue a la autoridad.

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