Opinión

Esa felicidad electoral

Prohibido fijar carteles. Lo pone por todas partes. Y sin embargo, los políticos a lo suyo. Ni caso. Claro, como organizan la fiesta de la democracia y hay barra libre, les da lo mismo. He pasado una madrugada de infarto con la pegada. Quiero decir que he intentado que me diera un infarto de la emoción, esperando el gran momento, pero ni comiendo tres tapas de orejas, con todo ese colesterol latente, y oprimiéndome el arteriámen, he conseguido el paro cardiaco. Con lo bien que le vendría a esta emocionante crónica un infarto.

Ya estamos en campaña y siento cómo la primavera en mi corazón. Estoy tan emocionado que creo que me voy a presentar voluntario a una de esas mesas electorales en las que tienes que estar todo el día mirando como la gente acude a votar con esa mezcla de resignación y desconfianza. Que los gallegos llevan el papel del voto como si llevaran un cadáver. Y algo de eso hay, que la democracia es una manera como otra cualquiera de matar el tiempo.

Ahora vendrán las promesas electorales. Nos vamos a divertir. También vendrán las mentiras. Y lo que es peor, vendrán las verdades. Nos esperan tantas sorpresas que en esta preciosa noche de pegada de carteles solo pienso en tatuarme en el pecho las siglas de mi partido y vestirme la camiseta de las grandes ocasiones. Que llevo cuatro años sin lavarla. Que ya ni me sirve y se me ve el ombligo, pero me da igual porque voy a estar en primera fila y mi candidato me va a dar el mejor bocadillo de mortadela de todo el mitin. Que soy un clásico de la política. Como Churchill pero en versión Pelegrín y sin puro, que el tabaco es cosa antidemocrática y un poquito fascista.

Viniendo hacia casa me he cruzado con el tonto del megáfono, un clásico electoral sin color político. Es un tipo que ha nacido para esto. Para molestar. Por eso estoy deseando que pase la noche y que entremos ya en campaña porque, de buena mañana, yo con mi resaca, y él con su megáfono, haremos un dueto de Pimpinela. Yo desde la ventana, él desde la calle. Yo mentándole a su madre, él prometiendo que todos los gallegos tendrán una o incluso dos madres si su partido gana las elecciones. Yo arrojándole huevos, el tocándolos.

Así es la vida en campaña. Un poema lleno de romanticismo. Y como todos los poemas románticos, termina con un montón de víctimas y cientos de cursilerías para la posteridad. Pero –Dios es bueno– termina.

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