Opinión

Al fondo pueden ustedes divisar el fondo

Llevo un mes y cuatro días y dieciséis horas y doce minutos y treinta y seis segundos viviendo en Ourense. Tampoco lo recuerdo con exactitud. Pero, siempre sagaz y brillante, el lector sabrá colegir que ya puedo enseñar al planeta mi condición de ourensano de toda la vida. 

Antes había logrado sumergirme en alquitrán junto a la Gran Vía y hacerme pasar por madrileño, que es algo extremadamente sencillo para un coruñés, tan pronto como asumes que eso pelado del fondo no es el Atlántico sino Castilla, un tedioso secarral del que han salido los mejores hombres de letras de la historia de España. De la costa salimos pocos buenos, sí, pero sólo porque nos pasamos el día en la playa, no en la celda de un monasterio escribiendo poemas y viendo cómo las cigüeñas se mueren de aburrimiento por la escasez de depredadores naturales picoteándoles los huevos. 

Mi proceso de inmersión en Ourense está siendo satisfactorio. La primera noche aquí me invitaron a unos cien litros de cerveza. Eso lo facilita todo. De modo que ya he abandonado todo intento de mantener un prestigio que, por otra parte, tampoco tenía antes de arrojarme de madrugada y en calzoncillos a la primera burga. Por suerte mantengo excelentes relaciones con la policía local -cuando yo pasé anoche, ese semáforo no estaba ahí, insisto: lo pusieron después-.

Como turista, sé que hay dos tipos de lugares: los que te reciben con los brazos abiertos y los que te reciben con los bares cerrados. Los primeros se parecen a los cielos y los segundos, al infierno. El veraneante puede acercarse a Ourense con la seguridad de estar más cerca del cielo que del infierno, si pasamos por alto el asunto de las temperaturas; que esta es la única provincia del mundo donde no nacen pájaros entre mayo y septiembre, porque todos tienen los huevos fritos. 

Casi todos los escritores somos buenos paseantes. Yo me distinguí en Madrid por mis paseos en taxi. Aquí el paseo es lo bastante corto como para poder hacerlo a saltos, de barra en barra. Este mes se han anunciado mil concursos de tapeo y he participado en todos. Quizá por eso soy el único periodista gordo que queda vivo en España. Y un periodista gordo siempre es sospechoso de algo.

Ourensanizado cual Padre Feijoo por la vía de los vinos consumados, me he decidido a ayudar este verano a otros a introducirse en los secretos de estas tierras. Así, en los próximos días, con la siempre genial compañía del pintor Íñigo Navarro a las plumas, desentrañaré todo lo necesario para veranear aquí como Dios manda. Y Dios, que es bueno, siempre manda hacerlo con felicidad. Por mi parte, garantizo que en la elaboración de estas crónicas no se le arrancarán las pestañas a ningún violinista callejero; aunque sé que esto decepcionará a los vecinos del Paseo.

Como parte del necesario trabajo de campo, avanzo que desde hoy me dejo agasajar con manjares locales y bebidas frías por todas las tabernas de la ciudad. Busquen al idiota del sombrero y la cerveza y no se corten a la hora de invitar. Sin duda, Dios se lo pagará.

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