Opinión

La generación del calimocho

Somos la generación del calimocho y nos hemos recuperado bastante bien de esa guarrada. El día del pre-botellón yo estaba allí y confieso que he visto fundaciones menos violentas entre las guerrillas latinoamericanas. Habían muerto ya los suficientes heroinómanos como para que la frasecita de Tierno Galván –“a colocarse y al loro”- nos hiciera guardarle algún respeto, aún con esa reverencia que toda mi generación mantiene hacia la música de finales de los 70, y a todo el arte que creció de la ‘movida’, si pasamos por alto la ‘movida’. Que, por bárbara que sea su historia, ningún país se merece la contemplación de Almodóvar con mallas rosas cantando ‘Groenlandia’, y por su culpa ya nunca hemos logrado aislar a los Zombies de aquel impacto. Si aquellas mallas, o la falda de Bosé, eran la promesa de revolución soñada por los jóvenes precedentes, no es de extrañar que mi generación se haya dado a la ingesta salvaje del calimocho en las plazas de los ayuntamientos.

No teníamos contra qué gritar y eso nos volvió peligrosos por desocupados. Obviamente, a solo veinte años de la muerte de Franco, no quedaba bonito salir a la calle contra la izquierda de González -pese al festival de corrupción y abusos-, por razones que exceden a las pretensiones de este articulista, pero que cualquier tuitero podría exponer. Tampoco había una guerra realmente grave contra la que chillar: todas eran de izquierdas, así que supongo que las bombas caían, esquivaban a los civiles, y estallaban solo junto a los depósitos de armamento de los malos. 

Fueron los años de la liga de las estrellas, y el auge de la música en directo, y eso te da una idea de que tampoco íbamos a matarnos por nuestros estudios. Todos los días entraban y salían del talego señores con traje y gomina, que habían logrado enriquecerse de la noche a la mañana sin hacer nada realmente costoso, desde el punto de vista intelectual. Eran la ‘beautiful people’, que luego con la crisis del 2008 los hemos acribillado, pero ya era tarde, porque todos siguen teniendo la pasta en Suiza, y ni siquiera son estrictamente mala gente, sino tipos a los que las grietas del sistema les ha puesto ante el brete de llevarse un pellizco, o no hacerlo por alguna razón moral; pero al tiempo, ya el socialismo se había encargado de ligar toda moral a la ultraderecha. A saber, querría ver a todos los ‘del cambio’ en ese aprieto, cuando aún la corrupción en España no era trending topic.

Nuestro único enemigo común era ETA, porque entonces a cualquiera que se le ocurriera decir que Otegui era un “hombre de paz”, le habríamos pateado convenientemente el culo. Supongo que el calimocho formaba parte del plan. Mucho kalimotxo, mucha marihuana, y mucha basura intelectual en las escuelas del País Vasco, han hecho falta para que la sociedad vasca olvide tanto sufrimiento, y con ella, la española, donde solo una minoría recuerda ya Hipercor o a Miguel Ángel Blanco, y lo hacen en silencio, porque honrar a los muertos del terrorismo etarra se ha vuelto algo propio de fascistas, en la lógica majadera impulsada por Zapatero y continuada sin excepción por el resto de la chusma que ha venido besando moqueta desde entonces. 

Lo peor del calimocho en las plazas es que era incompatible con la música de los bares, y así una parte importante de mi generación tuvo que ligar por primera vez al único compás de las arcadas de los colegas, algo que ha lastrado nuestras relaciones para siempre. Y eso que es difícil que pueda ocurrir algo peor en una relación que nacer esquivando los restos de un botellón. Luego vinieron las fiestas en los pisos de papá, con esas cadenas compactas de infame sonido en los primeros días del cedé, y al fin, la suerte de poder prescindir del ‘mocho’ y entregarse al ron con cola, que siempre será más fácil de limpiar en la alfombra de la entrada. En realidad, nadie comenzó a civilizar nuestras fiestas hasta que no cayeron los primeros vasos de calimocho sobre alguna alfombra persa de blanco resplandor. Al grito de una madre se desmorona y se cuadra la más valiente de las generaciones.

Uno de los grandes problemas de la quinta del calimocho era la extraordinaria capacidad de recuperación de sus integrantes, que podían llegar al lunes en perfecto estado de revista. Nadie quedaba lastrado de por vida, como en esos desfases ochenteros en los que se perdía mucho más que la dignidad, ni mucho  menos atemorizado por los efectos perniciosos del tinto. Quiero decir que tampoco el vino, por malo que sea, permite hacer una cierta selección natural en la jungla de la noche, y así, todos siempre jóvenes y lozanos, avanzamos por nuestros estudios sin más sobresalto que llegar tarde a ‘Al salir de clase’ y no tener WhatsApp para preguntarle a algún colega qué ha pasado en los primeros diez minutos de la serie. 

Muchos de esos mayores que habían votado a González en el 82, clamaban ya en los 90 por los tiempos pretéritos en los que estaba mal visto que un adolescente se echara tres horas seguidas jugando a la consola; “sin hacer nada”, se decía entonces injustamente. En realidad sí estábamos haciendo algo: jugar a la consola. Ahora los recordamos con ternura, porque aquellos holgazanes y egoístas de la Game Boy eran filósofos presocráticos al lado del ejército digital posmoderno, que está involucionando al simio hasta el arqueo de su propia espalda, por la demanda constante de pantalla.

ITXU31ENERO_resultÉramos los de ‘Sensación de vivir’, razonablemente americanos, adorábamos al estado de las autonomías -como deidad oficial- y en general, teníamos la misma movilidad que un lapa disecada. Lo prueba el hecho de que, a la hora en que escribo esto, muchos de mis compañeros de generación siguen incrustados en el sofá de papá, convencidos de que la vida no les ha dado oportunidades, cuando en realidad, fue el socialismo el que nos dijo que ya se nos aparecería un hada madrina vestida de presupuesto estatal para salvarnos el culo y ponernos un piso. Claro. Eran los días en que los bancos en vez de arrancarte el hígado y revenderlo en eBay, te metían sin descanso el dinero en el bolsillo, con una generosidad tal que nos debió mover a la sospecha, sino fuera porque estábamos demasiado ocupados tratando de no vomitar el calimocho delante de la chica.

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