Opinión

Guía de campaña para ganadores

Un candidato es un político que sabe que no va a ganar las elecciones pero hace todo lo posible por disimularlo. En la recta final hacia las urnas, los cabezas de los partidos atraviesan sus peores desvelos. Como asesor político de prestigio internacional me siento en la obligación de ayudarles a hacer más llevadero y eficaz el trance. No por casualidad, fui asesor de los Reyes Católicos en la toma de Granada, escritor del discurso de Mourinho en varias ruedas de prensa que ofreció en silencio –solo gesticulando-, y cotizado barman de Churchill. Algo me ha quedado de todo eso.

¿Cómo ha de vestir?

El polaco Mivotito Aussev fue, con toda probabilidad, el político más elegante de su década. En su célebre obra ‘Odziez Wyborcza’, publicada también en Finlandia bajo el título ‘Vaalilautakunnan Vaatteet’, dejó dicho: “Todo candidato electoral debe prestar mucha atención a su ropa”. El resto de la obra, cerca de 800 páginas, insiste en la misma idea con diferentes palabras; todas ellas en polaco, idioma que desconozco, haciéndoseme muy difícil la comprensión de la tesis de Aussev que, por otra parte, carece de interés.

Durante décadas se ha creído que un candidato en campaña debe vestir de calle y pasar desapercibido. Las reglas universales de la comunicación nos dicen, en cambio, que lo importante es que el candidato llame la atención. Ambas teorías no se oponen en lo esencial: un candidato ha de evitar ir desnudo. Más aún en invierno. El principal enemigo de la victoria electoral es el catarro. Un mocoso no puede ser presidente del Gobierno. 

Ante la pregunta de si deben o no ir de traje, la respuesta de los expertos consultados es contundente: “no tenemos ni idea”. Relacionar el traje con la extrema derecha equivale a vincular la falta de aseo con la extrema izquierda, y no estoy seguro de que esa sea la idea perseguida por nuestros políticos.



Un elemento distintivo

Desde que Obama convirtió el color de su piel en un emblema, muchos líderes políticos han intentado hacer lo mismo. Zapatero se puso las cejas en forma de tienda de campaña, quizá animado por la proximidad fonética de la metáfora, o tal vez porque le sobrevino un estornudo cuando se las estaba retocando con el cacharrito que anuncian en la teletienda. Pablo Iglesias trató en varias ocasiones de volverse negro pero, habiendo fracasado en su empeño, optó por la coleta como elemento distintivo, enviando al tiempo un guiño capilar a su padrino Maduro, al que le hicieron campaña con el dibujo de un bigote sobre fondo blanco, algo que condensa fielmente su discurso intelectual. 

Rajoy lleva barba pero no hay constancia de que se la haya puesto para ganar votos. En realidad, no hay constancia de que haya hecho nunca nada específico para ganar votos. Ni para perderlos. Mientras, Albert Rivera ha resistido a la invasión hipster que azota Cataluña, afeitándose religiosamente –es un decir- cada mañana, hasta mostrar un cutis que ya desearía para sí Lady Gaga. Santi Abascal lleva una barba que le hace aún más serio, y la necesita para reflejar la gravedad de la situación, porque ningún medio está dispuesto a dejarle hablar. Y es lógico: si lo hicieran, cualquiera podría escucharle, e imagino que eso resulta un intolerable atentado contra la libertad de expresión. Ya bastante tenemos con esos debates libertinos entre Rivera e Iglesias.

Olvidaba citar a Pedro Sánchez. Qué extraño. Me había puesto un post-it para recordarlo.



El salario infinito

Dos son las promesas que hacen felices a los electores: cerveza gratis para todos y salario infinito. Que España es un país carca se ve con claridad en lo del salario infinito, asunto espinoso en el que los políticos aún no se atreven a entrar. Cualquier estratega bananero maneja hoy en campaña el “salario infinito” para todos con soltura. Aquí, en cambio, todavía se habla de “salario mínimo”, que es un concepto rancio, perdedor. ¿Quién desea realmente tener un salario mínimo? Todos queremos un salario máximo, y a ser posible, infinito, como el de un eurodiputado con cargos en el partido.

En cuanto a la cerveza para todos, seamos claros, es un derecho universal recogido en la Carta Internacional de los Derechos Humanos, y especialmente auspiciado por la Convención de Ginebra que, como saben, asienta que “todo hombre tiene derecho a tomarse un gintonic cuando le venga en gana”.



El tono mitinero

Los políticos traen ahora un botón, como el móvil, que permite elegir varios registros según la audiencia a la que se dirijan. Una de mis diversiones favoritas es colarme en un mitin al que no he sido invitado y poner al orador en “modo avión”. A los militantes también les parece entretenido, sobre todo cuando el candidato despliega lentamente los brazos, se pinza la nariz para emular voz robótica, y pide a los pasajeros que desciendan del avión, agradeciéndoles haber volado con su compañía.

Se adivina el tono mitinero porque los oradores alcanzan un registro de agudos inaccesible a otros humanos, y solo equiparable a la frecuencia empleada por los machos de Alimoche Común cuando quieren señalar a la hembra la urgencia de formar una familia. Es llamativa la coincidencia, porque el alimoche es el único bicho que tiene aspecto de llevar muchas noches sin dormir. Es primo del cárabo, que no sabe pestañear, al que dan el alto en todos los controles antidroga.

Además de ese tono aflautado, el discurso de mitin se mueve entre la arenga a un equipo de rugby, y el programa político de un borracho de tasca. Todo está permitido excepto aquello que pudiera enfadar a los presentes, que se muestran insensibles hacia el orador que centra su intervención en leer millones de indicadores económicos desde 1975 hasta el mes en curso.



¿Pedir el voto?

Por último, nunca insistiré lo suficiente en la ineficacia de pedir el voto. Quien pide el voto evidencia que lo necesita. Y nadie quiere votar a un perdedor. Solo hay una cosa que cabree más a un español que ver a su partido perder las elecciones, y es darse cuenta de que ya no tiene excusa para salir de juerga en la noche electoral.

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