Opinión

Un hombre bueno

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Las calles de Ribadeo parecerán más vacías, pero Luis nos ha dejado una lección de muerte para toda la vida. La de un hombre bueno que vivió para los demás

Era alto, grande y delgado. Llevaba un estrecho bigotillo que nunca llegó a estar de moda pero sin el que no podríamos reconocerle. En verano, una vez por semana, nos traía a la casa del Jardín el semanario La Comarca del Eo, las pinceladas de la vida ribadense en cuatro pliegos. Cuidó durante años el bote de mi abuelo, en la Villavieja o en el muelle, y escondía su gesto, siempre afable, largo, y cariñoso como un Goofy, buena parte de mi niñez en esos veranos tan azules y tan dilatados. Ha muerto Luis, mediados los cincuenta, de pronto, y se estremecen los cimientos de todo un pueblo, de tantas familias, de tantas personas a las que quiso, a las que dio, a las que nunca pidió. Y su muerte la vela, otra noche de luto, el niño que fui, que aún salta, supongo, en las tardes de agosto por los prados, los caminos, y las dunas de otro siglo, que poco a poco se nos desvanece en la memoria.

De niño solía oír el chirrido de su gran bicicleta, bien temprano, llegando a casa. Golpeaba con ella la cancela de entrada, con el primer sol de la mañana agosteña. Entonces lo escuchaba hablar con mis abuelos o con mis padres. La puerta, siempre abierta, la tromba de sol besando la escalera. Traía la frescura del rocío, el compás tan genuino del que madruga en verano, y cantaba la canción de las cosas del pueblo, la nueva del día, y el imprescindible parte meteorológico. Yo seguía aquel particular boletín desde cama, y al fin, sabiendo que todo estaba en orden, me daba media vuelta y volvía a dormirme. Años después, ya muerto mi abuelo y sin tantos encargos familiares, él mantenía el ritual matutino estival de visitarnos, y se sentaba durante horas a charlar con mi abuela en el salón, bajo el goteo estéril del reloj de pared.

Años atrás, desde el puerto, Luis salía al mar a pescar con mi abuelo, y muchas veces, justo después de comer, nos esperaba a nosotros también para navegar la ría. Los botes siempre estaban a punto cuando llegaban las vacaciones. El suyo lo estaba todo el año. Más grande y con sólido motor central. Lo recuerdo bien porque temblaba mucho más que nuestro Alacant, de motor fueraborda y traicionero. Salíamos a la boca de la ría o ascendíamos denso y calmado el Eo, donde la sal va perdiendo fuerza y el mar doblega su furia, y la vida parece respirar como brisa entre juncales. Aquella ría no es mi ría sin los que faltan, sin mi abuelo César, mi tío Salvador pescando allá a los lejos, o Luis esperándonos a todos en el antiguo embarcadero de Mirasol. Allí mis padres, mis hermanos, y mi Madrid -mis primas y mis queridos tíos Juan y Loles-, nos repartíamos plazas en los botes en inolvidables jornadas de sol, salitre y solaz.

Otros días traía a mi abuela Lola una cubeta con berberechos o mejillones de la ría, o alguna robaliza, y aquel arroz tan mediterráneo y tan cantábrico se hacia gigante e imbatible bajo las flores rojas del patio, sembrando todo el barrio de olor a cocina marinera. En mi memoria así es todavía el aroma de un Ribadeo brillante, que vimos desperezarse y hacerse grande en los últimos centelleos de nuestra infancia. Que lo es todo porque, de algún modo, casi todo lo bonito de la vida ocurre en el lugar donde veranea un niño.

Por más de treinta años repartió periódicos a los suscriptores en su bicicleta, y realizó siempre con envidiable juventud de espíritu todas aquellas tareas que cualquiera consideraría tediosas. Siempre rompía cualquier atisbo de monotonía con una sonrisa y unas manos grandes de bienvenida, tendidas a cualquier forastero. Llevaba la prensa porque era su sangre y su madera, que portaba feliz la noticia de un extremo a otro, como un hombre de otro tiempo predicando la actualidad a desinformados transeúntes. Si mi abuela llegaba al pueblo, si nuestro coche sufría un percance, si enfermaba algún ilustre ribadense, o si el tiempo amenazaba con estropear una jornada de playa, Luis lo sabía todo. Antes que nadie. Y antes que nadie lo contaba. Siempre con su incansable timbre cantarín, el comedido asombro, un eterno y jovial optimismo, y la distancia del fiel pregonero.

En estos días mordidos por el veneno de la ambición y el poder, donde todos los libros de autoayuda están destinados a exaltar el yo y pisotear a los demás para alcanzar el éxito, en un tiempo en el que todo vale por un plato de lentejas, me conmueve la muerte del hombre sencillo, honrado, y bueno, que supo hacer de la candidez y el conformismo su parcela de felicidad propia y ajena, incluso cuando la vida le sitió, llevándole a casa la lenta agonía de sus más queridos. Décadas repartiendo periódicos sin descanso por su querido Ribadeo, del que siempre lo ha sabido todo, décadas de encargos y pequeñas labores, muchas imprescindibles pero siempre tan silenciosas, siempre tan transparentes. Y cada día a la tarde, al sonar las campanas, a la iglesia, a las lecturas sagradas como activo parroquiano, que portaba una fe serena sobre una humildad inmensa.

Se ha dicho en su acelerada muerte que nadie ha recorrido tantas veces la vieja villa como él, y no tengo la menor duda. Todos mis recuerdos suyos son en las calles, en su bici, haciendo recados o charlando, saludando, ayudando. De un tiempo a esta parte lo veíamos en el Hotel Bouza donde trabajaba, feliz, atento, siempre al pie de la puerta, en el breve mostrador de recepción, o sellando las quinielas. Fueron muriendo mis abuelos, y fuimos desperdigando vacaciones, pero al llegar a la mariña lucense siempre estaba él, y siempre estaba igual, y en realidad nunca dejó de ser de la familia. Yo voy menos a Ribadeo y ya nos cruzábamos muy poco, pero su silueta, tan reconocible en la distancia, seguía siendo como una extraña certidumbre en tiempo de tinieblas, como el muelle al que amarrar los felices días de los estíos viejos.

Ahora quizá las calles ribadenses parecerán mas vacías, huérfanas, pero Luis nos ha dejado también como recuerdo una lección de muerte para toda la vida. La de un hombre bueno que vivió para los demás. Y es también su más justo epitafio, hoy que hay en el Cielo una bicicleta grande y antigua, con una caja de madera atada en la parte de atrás, cargada con un montón de bendiciones para los ribadenses que se ha llevado en el corazón.

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