Opinión

Un hombre de mar ante el Cañón del Sil

Azules, muy azules, y verdes, muy verdes. Brillo de platas y naranjas en el cielo.Y los reflejos fuego del sol de media tarde, picoteando la balsa de aceite del río. Botas de pescador y gorro de camuflaje. Los patos no deben saber nunca lo que un pescador está tramando. Se supone que patos y peces no son amigos, pero todos hacen frente común contra los pescadores. Tienen grupos de WhatsApp conjuntos. Lo miro en silencio y el tiempo resbala tan despacio por el segundero que pienso que los peces de este lugar deben aburrirse una barbaridad dejando pasar tanto tiempo entre picotazo y picotazo. Tal vez la recompensa sea grande y pese diez kilos y el hombre salga en el periódico con cara de circunstancias, como casi todos los pescadores a los que la vida les obliga a enseñar la mercancía. Ese extraño pudor de los pescadores define todo un modo de vida, una forma de ser.

Yo vine a este lugar a escribir poesía. Lo de la siesta ha sido accidental. Tenía muy avanzados los versos. Pero me pudieron las musas de la calma. El sopor te abraza, al canto de las limícolas, o lo que sean estos bichos tan bonitos.

Ahora los papeles están en el fondo del río. Pero yo he recuperado tres horas de sueño. Eso que todos hemos ganado. Unos versos menos. Vivimos tiempos de demasiados versos. Empacho total de rimas. La sabiduría del Miño es indiscutible, en este punto de la historia de propia bibliografía.

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BORDEANDO EL SIL

El otro día recorrí en coche el Cañón del Sil y, ciertamente, en cada curva me sentía como el Coyote, cada vez que una bomba le vuela media montaña, le quita el suelo, y se queda correteando en el aire antes de desplomarse hacia el infinito vacío, ante la sonrisa indecente del Correcaminos, que es un dibujo animado de lo más cabrón.

Las vistas del Sil son tan espectaculares que temes comértelas. Es, ante todo, un paisaje relajante. A la vuelta, de noche, sin saber por dónde discurre la carretera y con ese cielo tan “Starlight”, tan cool, tan happy, y tan lleno de estrellas, uno confirma la existencia del ángel de la guarda. De hecho, aquí estoy escribiendo estas líneas. Vivito y coleando. Sobre todo lo de “vivito”.

MIRADORES

El mar es demasiado ancho. Es complicado acotarlo sin provocar desajustes en la mareas, o cargarse el planeta, y matar a un mon-tón de focas de esas que salen en los documentales de Al Gore. Sin embargo, el río, estrecho como un hilillo de vida entre el secarral de la muerte, permite la instalación de miles de miradores.

Contemplar el mar es enfrentarse a los ruidos de la vida y quizá a la libertad que cantó un día Perales. Mirar hacia un río es como beberse una postal. Lento y anodino, pero no exento de belleza. Cuando se pone, el río puede ser muy ruidoso. Son esos rápidos y esas cascadas. Sin la furia del mar, el cauce del río insiste sin descanso en la misma ruta. Cualquier conato de libertad termina siendo un travieso afluente, nada más allá de un capricho, pronto angostado por la tierra, en cauces que son presa del colesterol más ecológico y paisajístico y geológico.

SALTAR DE PIEDRA EN PIEDRA
Peligrosísima práctica, muy extendida desde tiempo inmemorial, la de cruzar el río sin puente, saltando de piedra en piedra. Tienen esas rocas verdín, formas redondeadas y traicioneras, pensadas exclusivamente para desequilibrar la perpendicular letal que nos mantiene a salvo.

Hay dos técnicas para cruzar el río saltando de piedra en piedra. La primera es hacerlo muy rápido, de forma que cuando acabes en el agua tampoco podrás sorprenderte demasiado. La segunda es hacerlo muy despacio, de forma que cuando acabes en al gua tampoco podrás sorprenderte demasiado. Técnica alternativa y solo apta para grandes deportistas, como el autor de esta columna, es la del gran salto. Para el gran salto hay que coger mucha carrerilla, alcanzar gran velocidad hacia el río, cerras los ojos, y saltar un segundo después de lo que te dicte tu sentido común. Yo lo hago a menudo. En coche.

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