Opinión

La justicia del tiburón

Querido compadre Quero: 

Desconocía por completo la existencia de El Salmonetes, y su, ejem, chica. España tiene un don para hacer que alguien en pelotas, en algún lugar en donde no debería estarlo, sea noticia relevante cada verano. Pero al ver el video he recordado que si algo me saca de mis casillas son las tanganas piscineras estivales. En la playa, en la piscina, con el calor, la gente discute por las mismas estúpidas razones que cuando lo hace al volante: que si “casi me das” (en la orilla), que si “ahí iba a aparcar yo” (blandiendo el palo de una sombrilla), o “date prisa que hay cola” (en el chiringuito). Sea como sea, el intercambio de pareceres entre dos tipos, generalmente vetustos, en paños menores, bien cargados de cerveza, y con la piel color gamba a la plancha, termina siempre seduciendo al colectivo más peligroso del verano: los vociferantes. A los bañistas les encanta gritar. Son como los ultras de cualquier equipo de fútbol, tipos que han nacido con la vocación de aullar y golpearse el pecho, y no dar espacio a un solo conato de actividad intelectual, para que la sospecha no se haga pública y llegue entonces la hora del desprestigio en el sector.

Desde mi punto de vista (esta es mi carta, si no sería desde el tuyo), la gente adulta que grita en la playa o en la piscina justifica por sí misma la feliz existencia de los tiburones y las pirañas. Yo he aplaudido con solemnidad, de pie, y con una mano en el pecho, la mordedura de una especie de tiburón a un jubilado andaluz que invadió la costa gallega hace algunos veranos, y que tenía la habilidad de situar siempre su toalla colindante con la mía, y llamar a toda su maldita agenda de contactos por teléfono durante sus horas en el arenal, mientras se bronceaba las lorzas. A todos les contaba exactamente lo mismo: “hace mucho calor. Galicia es maravillosa. Saludos a Mari Puri. Ayer me tomé seis raciones de pulpo y doce botellas de albariño”, y cosas así. Todo esto lo decía a un volumen que hacía que su interlocutor pudiera oírlo incluso aunque alguien le robara el teléfono móvil al emisor, plan que llegue a trazar durante varias noches en vela, pero que abandoné en última instancia, porque el Día D mi objetivo sufrió la merecidísima mordedura de Baby Shark. 

Creía que después de estar a punto de perder un dedo en tan lamentables circunstancias, el tipo tendría a bien callarse un rato, tributar su propio luto, pero no. Volvió al instante a su ronda de llamadas para contar con grandes alaridos y regocijos que le había mordido un pez, y que por supuesto esta noche le esperaban seis raciones de pulpo y doce botellas de albariño.

Al ver las imágenes de la piscina a las que aludes, y la enigmática actitud de El Salmonetes, he recordado la facilidad con la que todo el mundo se suma a una bronca ruidosa en verano. Presido desde hace tiempo el Club de Admiradores de la Cofradía del Silencio, porque encuentro que si alguna gracia tiene la playa es contemplar el paisaje y escuchar el vaivén del mar. Para morirse de calor y escuchar conversaciones aleatorias, me queda más cerca meterme en el horno de casa con algún programa de corazón puesto en el televisor. 

También he echado en falta el silencio en el Debate sobre el Estado de la Nación. En particular, el silencio del presidente del Gobierno, que está en una deriva desquiciada, haciéndose el despistado con todo su morro frente al carajal económico en que nos ha metido. A Sánchez ya solo le falta mirar al techo del hemiciclo y silbar una de los Looney Tunes. Me recuerda muchísimo a la actitud pasiva evasiva de tu amigo El Salmonetes. La diferencia es que aquí los que nos estamos quedando en cueros somos los sufridos ciudadanos. 

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