Opinión

Los límites costeros de la provincia

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Ourense tiene playa. Se llama Samil. Aquí la gente se pone el traje de baño a primera hora de la mañana y al rato está con su pita-gol, tomando el sol y bailando rock, como en la canción de Siniestro Total. Así que eso no es muy diferente a lo que hacen los de La Coruña o los de Santander, cuando quieren darse un chapuzón. 

Hay al menos otras dos playas que pertenecen a la provincia de Ourense: Playa América y La Lanzada. Pontevedra, por su parte, se encuentra en una posición histórica inmejorable para hacerse con Portugal. Sería fantástico emprender una Reconquista en pleno 2016 y con un gobierno en funciones. Es posible que perdamos, pero que nos quiten lo bailado. ¡Y si se ponen muy tontos, les entregamos Badajoz!

Hace unos días me llevaron desde la ciudad a Samil, de un modo bastante ritual. Desconocían mis acompañantes que ostento el título de Campeón del Mundo de Construcción de Castillos de Arena. Fue tan grande y vistoso el que realicé en Samil que varios jeques intentaron comprármelo, el mar se abrió, en plan bíblico, para no derribarlo, y hasta unas alemanas muy simpáticas decidieron hacer noche dentro. Jugar con la arena es una de esas cosas que se puede hacer en la playa. La otra es dormir la siesta. 

TIRARSE AL AGUA

Una de las pocas razones por las que el ourensano es capaz de hacer decenas de kilómetros es por dar con un lugar con agua salada y fría. Y eso es, a grandes rasgos, el mar. Una de las cosas más excitantes que uno puede hacer en la playa es tirarse al mar y dejarse flotar durante horas, hasta que las arrugas de la piel sean mayores que las contracciones de tus músculos. Entonces es hora de volver a la arena y dejarte caer durante cinco o seis horas. 

LA PLAYA SEGÚN TOMTOM

Por razones que se me escapan, TomTom y todos estos cachivaches que te guían, son capaces de encontrar playas remotas que nadie conoce -y en las que muy probablemente todo el mundo estará en pelotas, fumando canutos, y bañando perros-, y en cambio no logran dar con los grandes arenales que todo el mundo conoce. No pocos ourensanos han intentando ir a la playa con ayuda de este chisme y han terminado en Groenlandia, oyendo esa voz dulce: “ha llegado a su destino”. Lo bueno que tiene eso es el factor sorpresa: de otro modo jamás irías a hacer turismo a Groenlandia, que es un lugar maravilloso para quedarse a morir.

CONTEMPLAR 

Como toda la gente de interior, los ourensanos acuden a la playa con ganas de mirar al horizonte durante horas. Saben entregarse a un respetuoso silencio. Somos los de la costa, cansados de ver el mar, los que no paramos de hablar, jugar al fútbol en la orilla, en un lugar donde evidentemente no cabe un campo de fútbol, y hablar de interioridades a los de una toalla que está a más de 500 metros, como si en lugar de toallas fueran walkie-talkies. El arte de contemplar en silencio, bella conquista para la legión de adoradores marineros del interior. Triunfaremos los del silencio porque la masa, tarde o temprano, termina callándose. Aunque sea para hacerse un selfie. 

CONTROL DE VIENTOS

El bañista experto domina el devaneo de los vientos costeros. Levantan arena, arrastran toallas, roban papel de aluminio de bocadillos y lo instalan en cabezas ajenas, y rizan con alegría la cresta de algunas olas. Saber de dónde viene el viento y a dónde va es requisito imprescindible para acudir a la playa. Ni el origen geográfico, ni la condición física, ni la edad, son excusa válida para ignorar el comportamiento del viento y ocasionar molestias al resto de los bañistas, sacudiendo la toalla en la mala dirección o ahogándose, que es algo que les encanta hacer a los turistas europeos en las playas del Cantábrico.

MARCAR EL TERRITORIO

Por último, antes de arribar en las playas pontevedresas en agosto, resulta fundamental asegurarse de que tendrás un hueco donde instalarte; y a ser posible, que no quede ningún bañista debajo cuando extiendas la toalla. Aprende de esos tipos que hay en Sanxenxo, que clavan la sombrilla en la arena con las primeras luces del alba, con tal firmeza y seriedad en el gesto que más bien parecen don Pelayo enarbolando la Cruz de la Victoria en Covadonga. 

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