Opinión

Una luz al final de la noche

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Como un río de oro, esas bombillas dejan la calle teñida de sombras cobrizas. Abajo los charcos brillan como engaños, y arriba las goteras se hacen densas y se endurecen como estatuas de sal. Cuchillos de hielo en el aire, cortan mi respiración, y no hay abrigo que quite el frío a unos pasos solitarios en una urbe que estrena un diciembre impoluto, lleno de ruidos y brindis que vendrán. Cada año es nueva la cara de su final. Quizá porque los años guardan sus mejores galas para su despedida, para que nos llevemos un buen recuerdo y olvidemos entre burbujas de champán los inevitables sinsabores que nos dejó su paso.

Salgo de trabajar y ya duerme la ciudad, pero toda su parafernalia luminosa sigue viva. Los comercios, las luces de Navidad, los trabajadores que hacen que las calles vistan otra cara cuando el mundo se despierte al alba. Vaho y el eco de mis pasos y, tal vez, todas las ciudades del interior se acuestan entre el mismo ritual. No es diferente el candor gélido de la noche decembrina en Ourense, que en Salamanca, que en Madrid, que en León, o que en Valladolid. He visto antes esos mismos ojos de la noche, a esa hora en que la inmensidad del alumbrado navideño se cierne solo sobre el único par de zapatos que se atreve a cruzar la madrugada.

Entre el silencio del Casco Viejo, ya cerrados los bares, y los gritos de la memoria en las placas de la calles, medito cómo habrá sido esto mismo en otro tiempo. Sé que años atrás, los viejos autores ourensanos se quedaron prendidos de estos recuerdos, siempre tan iguales, para inspirar parte de su obra. Era aquel Otero Pedrayo: “Aquilo aconteceu, non, segundo se puidera agardar, no tempo pitirrante, de súpetos namorouzos e catarros polínicos da floración das acacias, e si no mes de Nadal, sen outras flores do que as medradas co vento nordés e a xeada dos luceiros ou as fuxidías compostas entre risadas e laois pola chuvia”.

Y Blanco Amor, que también guardó en su corazón dos fechas, como dos soles: Corpus y Navidad. Dejó escrito lo mucho que enrarecían al tío Modesto de “La catedral y el niño” aquellas reuniones de familia: “Últimamente, aun este género de visitas había ido raleando (...) Devoraba en silencio la pitanza de fiesta y se iba al casino”. Hemos visto antes esa vacía soledad del que escapa de los hogares con coronas de adviento encendidas, y velas centelleantes y caprichosas.

No hay batalla más dañina para el que la emprende que la batalla contra la Navidad, como no hay nada que ilumine más el alma que luchar a favor de estos festejos, sus tradiciones, y su sentido; que al fin no conmemoramos el turrón, sino reunir los corazones que amamos, las familias, los amigos, los pueblos, en torno al Niño Dios. Son días de inevitable melancolía, pero también son días de indescriptible belleza, que de un modo misterioso, nos imprimen huellas de eternidad en el corazón.

Paso bajo la lluvia de bombillas amarillentas del Paseo, recuerdo los días de los poetas y los periódicos tan bien hechos, y los vendedores de la lotería navideña con encanto. Arrobo de sentimientos, tanto en la ciudad como en los más remotos pueblos. Quizá por eso, también a Carlos Casares le llamaban las melancolías de Xinzo por Navidad, y evocándolas en uno de sus escritos de estas fechas, terminó por definirse así, sucumbiendo a la fuerza de su niñez ourensana y asumiendo que sus letras habían contribuido a desfigurar los personajes de su pueblo; la bendita magia de la literatura: “a culpa é dun un rapaz que viviu alí durante uns anos preciosos e que un día marchou coa memoria chea de historias para contar”. Esto lo dijo en diciembre, mediados los 90, para dar las gracias a aquellos héroes ourensanos que habían trufado su obra.

Incluso Vicente Risco evocó una suerte de Navidad ansiada, colgante de casas en las que “da gana de quedarse”. “En aquellos tiempos en que se paseaba por las carreteras, al ir en este tiempo, y aún más tarde, por la de Trives, o por la de la Loña, por las ventanas abiertas de las casas se veían las uvas colgadas en los pontones del techo. Estaban mucho más doradas que en las vides, sabían a dulce sólo al mirarlas, anticipaban con su vista el postre de Navidad y el tostado, ese vino que parece hecho con almendra”.

Uvas, vino, dulces, Navidad y pesebres. Regalos para pensar en los demás. Buenos deseos y promesas que valen más por cómo suenan que por su realidad imposible. Corazones que se vuelven blancos por unos días. Villancicos. Mil menciones a las sillas vacías de nuestros mayores, que lo son todo. Manos que se estrechan por una vez. Y toda esta emocionante tormenta de luces y encantos, que el Ayuntamiento ha tenido a bien elegir para la urbe de las burgas, para que nos resulte aún más fácil dejarnos resbalar por las calles nevadas de diciembre, hasta caer de rodillas a los pies del portal, en el Belén de todas las ciudades, magno como nuestra catedral, donde podremos lavar estas melancolías en la luz de la esperanza.

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