Opinión

Una muerte 'trendy'

No me opongo a Halloween. Quiero decir que pertenezco a una generación que creció matando monstruitos a cañonazos y supongo que tenemos una deuda histórica con los zombies, a los que hemos esquilmado mucho más que a Oriol Junqueras, el único político que va a las fiestas de Halloween sin disfrazarse. Luego, años después, dejamos de lado los videojuegos de monstruos y nos fuimos metiendo todos a política, excepto algunos, que preferimos abandonar de verdad el mundo de los muertos vivientes. No lo cuento como una gesta, ni un arrebato de dignidad, sino como un lamento andaluz.

Estos días se nos llenan las calles de muertos y mascaritas. Tengo amigas que se disfrazan, se pintan pálidas y se visten sábanas ensangrentadas y van por ahí aullando. Es todo tan retro. Era lo mismo que hacían las fans de Alaska hace más de treinta años. Y sin necesidad de contarlo en las redes sociales. Dicho esto: brindemos para celebrar que los de la movida no tuvieron ocasión de publicar selfies de sábado noche en Instagram. Estaban muy ocupados pasándoselo bien. Hoy el rollo glam es como los pantalones de campana, y ahora para montar un grupo de música el único requisito es haber perdido todas las malditas cuchillas de afeitar. Lo de ir de siniestros –‘gótica’ es la Catedral de Burgos- es más para gente bien, porque los tatuajes ahora cuestan una barbaridad, y los llevan tipos tan oscuros como Justin Bieber o Miley Cyrus.

Todo este espectáculo de sangre, dientes podridos, y pieles pálidas resulta muy agradable a la vista. Muy de un siglo en el que las señoras de la limpieza no paran de liarla en los museos fregando basura conceptual, creyendo que están fregando basura a secas, cuando a realidad, a todas luces se trata de basura conceptual. Dicen que el Halloween ha venido a sustituir al luto por los muertos, y a esta costumbre tan castiza de llevar flores a las tumbas de nuestros antepasados, que supongo que es un gesto antiguo, cavernícola, y al igual que la muerte, un poquito facha. 

Me cuentan los posmodernos que en esta España tan avanzada y tan guay, morirse es de tontos. Y será, al menos mientras los hipsters no decidan que las tumbas molan tanto como las bicicletas sin frenos, y que a menudo una cosa es consecuencia de la otra. Lo único seguro es que es carísimo. De un tiempo a esta parte, yo recomiendo a todo el mundo que no se muera, porque es un atraco. Y además ya no merece la pena: te ponen una calle y te la quitan al día siguiente, te entierran sin entierro en un acantilado del quinto pino, y llaman a un ser extraño y civil para que oficie tu ceremonia de despedida; que ya ni siquiera te conceden en el último adiós la belleza estética de un buen funeral cantado y retumbado, bien tenebroso, como los de ayer. Que te dan ganas de levantarte del ataúd y gritar: “¡al próximo idiota que me recite un verso de Paulo Coelho lo mato de un susto!”. 

Llevamos años trabajando en esta generación de góticos e inmortales. Hace siglos que los ilustrados alejaron los cementerios del corazón de las ciudades como señal de fe en el progreso. Así es como han terminado con la muerte. Y para celebrarlo, hoy, Halloween y sus juergas llenas de telas de araña, y sus cubatas a tres por uno para los más zombies, porque no, la muerte no es el final.

Me fascinan esas fiestas llenas de mascaritas caídas de un cuadro de Munch. Mi preferida es la que convocó este año Rajoy en La Moncloa. Magníficos disfraces. Pero me debato entre la sombra de ojos siniestra de Pedro Sánchez y la de Pablo Iglesias. Rajoy en cambio mostró su aspecto habitual de enterrador, muy apropiado para la ocasión. Y no sé dónde ubicar a Albert Rivera en la fiesta, pero probablemente lo suyo fue un responso por España.

Incluso en las naciones moribundas está mal visto espicharla. Por eso, tras abolir la muerte, los de la diosa razón quisieron también acabar con los muertos. Crearon dos grupos de trabajo. Uno ha desarrollado hasta límites insospechados la medicina, haciendo que la mayor parte de la gente no muera nunca. Esto está generando ciertas tensiones entre los herederos. El otro grupo ha convencido a una parte importante de los futuros muertos de que lo más ‘trendy’ en moda fúnebre es que arrojen sus cenizas al viento en algún lugar exótico e inusual para esta práctica. Al jardinero en su jardín, al oficinista en su oficina, al cocinero en… Es un drama. Yo hace tiempo que no puedo nadar tranquilo en las playas urbanas, pensando en la cantidad de abuelitos que habrá flotando allí.

Me da pánico lo mucho que se está expandiendo lo de las cenizas voladoras. Que ahora la palmas y, si hay por medio un primo moderno, no tienes ya ni dónde caerte muerto. Los nichos tienen un precio que te mueres y han perdido romanticismo desde que no se alzan bajo un panteón romántico. Ahora parecen soluciones habitacionales de cualquier república comunista. Así que, si te descuidas, acabas fertilizando el chopo de la finca, en el mejor de los casos, o en el jarrón de la entrada de la redacción del periódico, que es una variante muy extendida entre los periodistas.

Por suerte, Galicia es un paréntesis en esta histeria. Los muertos son los muertos. Y a estas alturas, tal vez, Galicia sea el sentido común de España. El último grito de la conciencia amordazada. La esperanza final de un país que ha luchado durante décadas contra su propia identidad para terminar, en efecto, convertido en una inmensa juerga de Halloween, con sus brujas, sus muertos vivientes, y sus niños de tres años con sangre y cuchillos de broma clavados en la espalda. Están tan monos y tan graciosos, que me entran ganas de montarme en mi escoba, viajar a otro siglo, y hacer hoy algo realmente transgresor y salvaje, como visitar un cementerio, rezar un padrenuestro, y soltar sobre una tumba un ramo de crisantemos.

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