Opinión

Nos harán comer insectos

Mi amigo ecologista está hoy muy agitado. Lo noto pálido y consume manzanilla con una ansiedad muy sospechosa en él. Le hago saber que a ese ritmo extinguirá la familia de las asteráceas antes del anochecer, y rectifica de inmediato, reduciendo el consumo a niveles sostenibles. Pero de pronto, con inusual arrojo, se levanta, y pide una cerveza sin alcohol. ¡Adiós a la cebada!, pienso. Me tiene tan sorprendido hoy que estoy viendo que en cualquier momento podría encender un cigarrillo, y eso es algo así como si los árboles del Amazonas decidieran empezar a hachazos unos con otros hasta quedar reducidos a astillas. No hay pausa en su conversación. Las cifras, la alarma. “¿Pero qué coño quieres decir?”, interrumpo airado, “dilo ya, por favor”. Lo esperaba. Y aún así la sorpresa. Los recursos del planeta. Que se agotan los recursos del planeta. Hoy o mañana, parece, a juzgar por la separación de seis metros entre el arranque de las órbitas y la esfera libre de sus ojos.

Hay alertas que son cíclicas. Vienen, hacen ruido, conciencian un poco, y regresan a su caja. Y hay dos temores que causan especial pasión en la opinión pública: la superpoblación y el agotamiento de recursos. La primera alude a que somos muchos y se ilustra en los telediarios con videos de la entrada de un centro comercial en rebajas. La segunda adelanta el final de recursos básicos como el agua y se muestra con cualquier imagen de tierra árida y agrietada, a menudo más trágica aún si se añade un hombre escarbando en el suelo. Imposible no conmoverse. E imposible no abandonar el agua. La escena del desierto agrietado es la razón principal por la que yo dejé el agua hace muchos años. Ahora solo bebo vino, que no parece que vaya a agotarse nunca, a juzgar por las fotos que llegan de los Sanfermines.

El agotamiento de recursos parte de un principio indiscutible. Si tu arrancas las manzanas del árbol más rápido de lo que el árbol las produce te quedarás sin manzanas –léase con voz de Juan Ignacio Ocaña-. Y es tan indiscutible porque es falso. La mayor parte de los principios indiscutibles de nuestro tiempo lo son porque son mentira. Y no hay nada más complicado que pelearse con un supuesto falso. Por un lado es obvio que si recogemos fruta del árbol nos quedamos sin ella. Y por otro, no sé cómo explicarlo, pero la fruta no funciona exactamente como las latas de cerveza en la nevera. Por un mecanismo increíblemente extraordinario, pasado un tiempo, el árbol vuelve a lanzar nuevos frutos. El día que esto ocurra con las latas de cerveza la felicidad se apoderará de la tierra y a nadie le importará un pimiento si está muy poblada o no.

Mi amigo ecologista expulsa argumentos con rapidez. Salta del Amazonas a los osos de Al Gore, y pasa por su propio pueblo, en donde al parecer hace veinte años había muchos perales y ahora no hay perales. Comento que tal vez se hayan echado a la mar en un velero llamado libertad y me fulmina con la mirada, antes de tildarme de ser inferior y desalmado. El humor. Eso es lo que le falla a quienes quieren salvar el planeta. Que les falta sentido del humor. Y así no hay manera de salvarse.

La culpa la tiene el nuevo libro de un gurú. No he sido capaz de memorizar su nombre. Podría ser Chubmerg, Bilestore, Storechilembergm Zubizarreta, o Chilemborg, pero no pongo la mano en el fuego. Sea como sea, causa enorme influencia en mi amigo ecologista y bebedor profesional de manzanilla, y ha escrito ahora que solo queda una salida para salvar al hombre: comer insectos. No dice nada en cambio sobre qué salida les queda a los insectos. Mi amigo ecologista lleva una semana haciendo pruebas con esta alimentación. De ahí se explica el extraño zumbido que le sale por las orejas.

Si alguien me garantizara que por ponernos a comer cucarachas la especie humana podría sobrevivir a una inevitable hecatombe, por mi parte la hecatombe sería, en efecto, inevitable. No hay nada peor que un doloroso apocalipsis por agotamiento de recursos. Nada, excepto comer hormigas fritas. Las moscas no se comen. Las arañas no se comen. Los grillos. ¡Oh cielos, los grillos! Eso es lo que este gurú quiere que comamos. Dice que para producir cien gramos de “insectos comestibles” –intuyo que esto significa que existen otros que no lo son-, sólo se necesita una toallita de papel mojado cada semana, mientras que hacen falta cientos de litros de agua para producir una cantidad similar de carne. Me temo que este tipo no se ha acercado nunca al parachoques de mi coche en verano. Lo de la toallita de papel mojado sobra.

No sé si los recursos del planeta se están acabando. Llevan acabándose tanto tiempo como la Tierra a punto de reventar por superpoblación, que según los apóstoles del fin del mundo es un peligro inminente desde el mismo día en que Adán y Eva comenzaron a repartirse parcelas. Se cuenta, tal vez sea apócrifo, que ya hubo entre ellos una disputa por el asunto de la superpoblación. Eva consideraba que la costumbre de Adán de salir a hacer running al atardecer provocaba una invasión en su territorio, obligándola a replegarse hacia el río, con el consiguiente riesgo de morir ahogada. Esto nos lleva a pensar que ya entonces el calentamiento global era un problema serio –en esa época, ante la inexistencia de coches vertiendo humos, el fenómeno pudo estar provocado por flatulencias vacunas-, y que la subida del nivel del agua o, en su defecto, el descenso del nivel del hombre, es una amenaza real desde el principio de los tiempos.

Todo me lleva a pensar que, desde siempre, el fin del mundo está cada vez más cerca, y eso significa que tal vez no esté cada vez más lejos. No deja de resultar paradójico que nosotros, que inventamos la aviación y dimos así alas a las moscas, tengamos ahora que alimentarnos de sus crujientes proteínas. Aunque, personalmente, si hay que comer algo con alas, prefiero un pollo asado. O incluso una avioneta cruda. No es por asco, es por principios. Tal vez mucha gente no lo sepa, pero desde hace un rato soy un firme defensor de los derechos inalienables de la comunidad gríllida y de sus parientes.

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