Opinión

Noviembre es mes de pocas rubias

Con el frío las chicas pasean su belleza con grandes bufandas de cuadros, chaquetas gruesas, y delicadas gabardinas, mientras en ellos se dibujan largos abrigos oscuros, dos palmos por encima de los tobillos, acordonados en zapatos de lluvia. Se vuelven los ojos densos y brillantes, y las sonrisas cuelgan de la penumbra de las noches, con extraña complicidad. El frío trae a la ciudad la tiranía del buen gusto y la elegancia, y de algún modo nos devuelve a uno de los más viejos contratiempos de la historia de la Humanidad: ¿cómo responder a la inclemencia helada?

Los antiguos inventaron hogueras y braseros, y luego nosotros lo fuimos estropeando con aparatos eléctricos que apestan a cortocircuito, y que sirven igual para calentarte las manos que para hacer un filete a la plancha. Pero como sea, con este vientecillo de la madrugada, afilado como trocitos de cristal, se acaba el festival de la carne expuesta que tantas desgracias nos ha dado este verano, y las ciudades reciben la mejor noticia posible: que la gente vuelve a vestirse. Eso bien merece un brindis para celebrar que volveremos a ver a los artistas pintando el lienzo lúgubre de la calle, llena de charcos, pero con ella en blanco y negro, en un primer plano de sorpresa y belleza, protegiéndose en un paraguas prestado, y con él, una pieza de caballero antiguo, con la mano en el bolsillo de aquel abrigo negro y un pitillo urgente entre los labios.

Hay toda una teología del clima sobre la que se ha escrito poco. El calor llama al mal gusto, y supongo que al vicio, mientras que el frío anima a la virtud. La teoría, propia del autor, no cuenta con aprobación eclesiástica, quizá porque está basada en el apócrifo principio moral de los dedos al aire: una época del año que favorece que los varones enseñen las uñas de los pies solo puede estar relacionada con el pecado, mientras que una estación que anima a taparse, recogerse, y cerrar la boca, es un impulso hacia la contemplación y la lucha ascética.

Escribo hoy en la ciudad del mar y el temporal golpea la ventana con furia en este punto del artículo. Gotas de lluvia y salitre en la ventana. Es posible que la lluvia esté corroborando mi teoría sobre el asunto de los dedos de los pies. Ha comenzado a sonar un disco viejo de Diego Vasallo y sé que al otoño le van creciendo canas y amores helados, carámbanos en el calendario: “En el viento se oyen voces de ayer / como aviones al aterrizar / y cantan hasta el amanecer / canciones que nunca pudiste llorar”. Por las ‘Canciones en ruina’ y las ‘Canciones de amor desafinado’ de Diego Vasallo ya merece la pena cada año un invierno.

El frío empuja al fervor de la amistad, al abrazo, al amor de parapeto, y al mejor vino tinto. También nos invita a los buenos libros bajo gruesas mantas, a las horas viendo estallar las brasas en la chimenea, o a esas cafeterías que parecen de pronto envejecidas, y que, densas y empañadas, despachan chocolate con churros por decenas mientras Pierre Dukan se entrega al carajillo al fondo del bar, sin entender qué ha fallado en su impecable plan de negocio.

Florece un París mojado en cada barrio y así sabemos que octubre está ya encorvando sus promesas de eternidad. Sucumbe, como todo. Noviembre viene a lo lejos, con un crucero de cemento en lo alto, y un cielo gris y engañoso, como ese tiempo prenavideño tan nuestro, tan gallego, que duda siempre entre llover y llover, o volver a llover.

Ya he visto en la ciudad del mar al castañero, en la calle Real, despachando cucuruchos a dos manos, y perfumando de magosto el paseo, que conduce del barrio de la niñez a los días de la calma. Era así. Me piden un recuerdo de entonces y solo sé que caminábamos hacia cualquier lugar, precedidos de nubecillas de vaho, y un cucurucho de castañas que usábamos para calentarnos las manos entre escaparates de jugueterías.

itxu reserva 02_resultHabía, supongo, un violinista muy triste, y poco más; no como ahora, que en toda esquina que se precie hay un pelmazo imitando la voz del chico ese que quería ser Serrrat. Que por otra parte, siempre será mejor que la polifónica rumana que se ha montado esta semana en la madrileña plaza de Santa Ana, que lo que empezó con un acordeón animando las terrazas -esto es una falsísima licencia literaria a favor del consenso multicultural- ha estallado en espectáculo coral de vientos nerviosos y estridentes, y percusiones centroeuropeas, y banda circense con incontables efectivos; que casi diríamos francotiradores de orquesta. Todo lo limpiará el invierno, confío, y volveremos a la melancolía del solista, liberando un hilo de nostalgia a través de los paseantes y los paraguas.

Se oscurecen las melenas. Noviembre es mes de pocas rubias. Y de encanecer. Noviembre es mes de muchos hombres canosos. Todo forma parte de un mismo trato, el de alquilar nuestra alma mediterránea y colorida, y convertirnos, por un tiempo, en una de esas capitales en las que nieva como cualquier Navidad en una película de Frank Capra. Y qué bello es vivir en estos días, cuando las fotos de las parejas salen así, como atrapadas en los años 20, cuando el amor de invierno era un chispazo en sepia y dos miradas entrelazadas, contándose cosas en silencio durante muchas hojas del almanaque de la cocina. Y es que son días de trinchera, bufanda gruesa, y camaradería. De amigos, bares como los que cantaba Jaime Urrutia, y buenos amores. De poetas malditos, libros viejos, y de familias grandes, arremolinándose en torno al puchero, entre los vapores de la cocina que nos han visto crecer.

Aquí en el mar se pinta una tristeza suave, mientras la alegría va brotando en los hogares y en esos restaurantes que rebosan de carnes, carcajadas y vinos. La playa en cambio, fría, rasa y discreta, solo alberga a solitarios poetas, lunáticos y enamorados, que en realidad, a esta hora del temblor y el temporal, somos la misma cosa, el mismo gato pardo en la noche infinita del invierno incipiente, que llega otra vez con las manos llenas de buen gusto y belleza.

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