Opinión

Mi operación bikini

Llegamos a la playa poco antes de las doce. El arenal estaba precioso y vacío, que en cuestión de playas son sinónimos. Dos jubilados caminaban por la arena. A mi derecha, una especie de Demi Lovato tendida al sol. A mi izquierda, metros y metros de soledad. Extendí la toalla y me senté, aún con ropa. Traje de baño y polo. El sol rompía la mañana con ese mal carácter primaveral que le caracteriza. Y llegó el momento. Decidí despojarme del polo. Entonces se produjo el desparrame, el desfonde, el derrame. Sobre la arena los enormes flotadores de un célebre articulista coruñés. Al fondo, muy al fondo, su diminuta persona. ¿Qué será eso tan inmenso? Majestuosa admiración. Boquiabiertos los astronautas desde el espacio. Los satélites espía norteamericanos, virando hacia España. Entre la intriga y el pavor.

La policía desalojó velozmente la playa y fueron varios los equipos de protección del cachalote atlántico que se personaron en el arenal con la intención de realizarme la autopsia. A uno de los biólogos, tras largos desmentidos, tuve que atizarle una bofetada para que entrara en razón y dejara de ponerme arneses. Distraída la atención, ya compuesto de nuevo con mi polo, ocultas las emociones navideñas en sus pliegues, pude huir por esta vez. Pero sé que llegados los calores de junio no correré la misma suerte. Adelgazar. ¡Maldición! Ha llegado la hora de adelgazar. El dolor primaveral de cada año.

Como consecuencia del incidente playero, he iniciado una dieta muy severa, con la intención de perder entre cien y doscientos kilos. Como estoy retirado del mercado automovilístico de los amoríos primaverales, no pretendo convertirme en la esbelta joya de ningún concesionario de coches deportivos, sino simplemente poder aparcar sin ocupar diez plazas.

Mi operación bikini es tan dura como eficaz. Ahora cada mañana mi alimentación es muy saludable. Desayuno cereales. A menudo en forma de cerveza fría. Y leche, a menudo en forma de golpe contra la puerta del armario de la cocina. Quien quiera que sea que deja cada mañana abierta esa puerta quiere matarme, pero no de una vez, sino lentamente, a base de incidir sobre el mismo chichón hasta que algo por ahí dentro se rompa y pierda el rescoldo de conciencia que aún conservo.

A media mañana la tapa de tortilla es imperdonable. La clave está en el pan. Antes la tomaba con un trozo de pan. Ahora la tomo sola, pero repito tres veces. Me ha explicado mi dietista –un colega que un día leyó el libro Es fácil ser dietista si sabes cómo- que lo que realmente engorda es mezclar alimentos. Así que cuando como algo, me dedico por entero a ese algo. Hoy por ejemplo, llevo toda la mañana comiendo chocolate. Por la tarde me daré al pan. Así al acostarme tendré la sensación de haber comido un gran bocadillo de chocolate y se me quitará un poco esta cara de idiota que se me está poniendo.

Con la dieta, el aspecto de mi carrito de la compra ha cambiado por completo. He incrementado en un 150% las verduras. Hay un componente psicológico importante en todo esto. Quiero decir que si sales del supermercado con el carrito lleno de lechugas, tu cerebro asume que estás en “modo adelgazar”. Los pastelitos rellenos de nata y la crema de cacao los puedes encargar después por Internet. Si incluyes algún pedido que necesite mantenerse en frío, te lo traerán todo envuelto en unas cajas de seguridad tan extravagantes que ni te darás cuenta de que te están acercando la tentación calórica a la puerta de casa. Si no se te ocurre nada frío que pedir, recuerda que en la web del supermercado, en la sección de Congelados, venden un alimento fundamental, extraordinariamente nutritivo, y muy recurrente para cuando tienes invitados en casa. Se llama “hielo”. Pide seis o siete bolsas. La ventaja de tener el congelador lleno de bolsas de hielo es que, si se va la luz, la merluza no se descongela. Bueno, eso y que nunca vas a tener que bajar borracho al chino de la esquina a que te venda cubitos con ese extraño sabor a antigripal genérico.

Las frutas son todo un descubrimiento y aportan casi todas las vitaminas que necesita el hombre para vivir. Las encontrarás fácilmente entre los posos de la jarra de sangría. Y en cuanto a las setas, hay tres tipos que no engordan: las que matan, las que matan mucho, y las que no saben a nada, también llamadas Setas Rajoy. Yo como a diario toneladas de setas. Tal vez eso explique algunos de mis artículos y la mayor parte de mis ideas políticas.

Si quieres seguir mi dieta hay algunos alimentos que debes olvidar para siempre. Las legumbres, por ejemplo, son una guarrada, ni las toques. Todos los peces gordos, engordan, y los de colores son venenosos. Cualquier cosa hervida engorda. Si no me crees, prueba a hervir un grano de arroz. ¿Lo ves? Entrégate a los fritos. Ah, y olvídate de los melocotones, la cebolla, los macarrones, y, en general, todo aquello que rime de forma demasiado fácil. No es porque engorde, es por no darle placer al dependiente.

En mis rutinas diarias he incluido quince minutos de ejercicio al día. Generalmente me pongo un cuarto de hora de discurso de Elena Valenciano y deposito un revólver sobre la televisión. El ejercicio consiste en escuchar atentamente y resistir la tentación de pegarse un tiro. Y no termina ahí mi vida saludable. Últimamente voy andando a trabajar. Al principio me costaba mucho. Ahora ya me he acostumbrado a levantarme de cama, cruzar los dos metros de pasillo y entrar en el despacho con gran velocidad. Algunos días tengo agujetas, pero lo llevo bien.

Por último, todos los médicos, mis amigos, y hasta el perro del vecino me insisten en que el alcohol engorda una barbaridad. Así que me he pasado al agua oxigenada. Está feo que lo diga, pero de ser un cachalote empedernido estoy pasando a estar en condiciones físicas de formar un nuevo partido político. He perdido hasta quince kilos en veinticuatro horas. Le dije anoche a ese imbécil que había que apostarlo todo al rojo. Detesto las juergas en Torrelodones.

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