Opinión

Como los saurios

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Julio era un ramo de flores frescas en el jarrón de la mesa de salita. Y las ventanas abiertas de par en par. Al otro lado las hortensias y toda su luz rosada, comiéndose las vistas. Que con la brisa de mediodía entraba el campo gallego y el cantábrico, perfumándolo todo de salitre y rosas, y el aroma lejano del don diego, que dormía con el sol, como un señorito afortunado. Era también un montón de libros envejecidos, que acariciados, nos dejaban los dedos así, arrugados y extrañamente suaves, por el polvo y por el tiempo y sus vidas acumuladas. Era un mar azul, azul de verdad, como no he vuelto a verlo, como el de la canción de Antonio Vega, tan eléctrico, y eran mil playas aún vacías, aún conquistables por los tempraneros veraneantes. Es que julio era el amago del verano. Julio no era agosto, pero asomaban ya sus seductores encantos.

Y era una cocina distinta, un armario distinto, una cama distinta. En eso han quedado grabados los recuerdos de tantas vacaciones. En las marcas en la piel de esos colchones de las casas de verano, en los muebles astillados del salón, y el tic tac del reloj de pared, que aún golpea en sueños sus señales horarias, cuando la madrugada se me cierne a los abismos de los fantasmas y las tinieblas, bien entrado el invierno. Que desde que nos hicimos mayores pasamos miedo de verdad, como de niños, que era ese estúpido miedo a no ser lo bastante mayores como para afrontar el peligro. Luego aprendes que la mayor parte de las veces afrontar el peligro consiste en salir corriendo.

Ya no queda nada. Que ahora todo es tecnológico, como la amistad, y cibernético como el amor, e intuitivo, como una traición. La modernidad nos ha traído un bienestar todopoderoso e irrenunciable. La angustia de los poetas. El miedo de los bohemios. Un día más, encuentro el bálsamo en los escolios del viejo Gómez Dávila: “El mundo moderno parece invencible. Como los saurios desaparecidos”. Retumban en las calles de otro tiempo cada una de sus profecías. Asoman luces de bohemia y esperanza al final de este verano postrero a casi todo, y desapaciblemente posmoderno como un gin tonic lleno de flores.

Más atrás estaban los geranios, por los que siempre he sentido predilección. Su olor y sus colores más puros, antes de que empezaran a venderlos de todos los colores del arcoíris, aún pueden descifrarse en las fotografías de los 80. Eran rojos, muy rojos. Y algunos, muy rosas. Y el verde de sus hojas era fuerte y rugoso, y desprendía su aroma a todo el jardín. Hoy están mezclados y empobrecidos, y criados como en una fábrica de plásticos, nos regalan el aroma de la nada, detrás de esas mezclas tan exóticas –violetas, amarillos, rojos, y blancos- en sus pétalos. Una belleza que si te acercas y la acaricias, sentirás el lento rechazo que causa su muerte, detrás de tanta luz y tanto colorido.

Esa manera tan vil que ha tenido este siglo de quitarle la vida a los geranios, solo para hacerlos mestizos y teóricamente perfectos, se alza al ocaso de nuestra civilización como una metáfora que nos atormenta, al reconocer la cantidad de cosas que hemos convertido en colores atractivos, vacíos de contenido. Tantos preciosos contenedores de nada. Tantas expectativas frustradas, que no llegan a caer en la desazón, porque de inmediato se acerca la seducción igualmente brillante y sonora de la siguiente expectativa. Tanta falta de amor, y de verdad.

Había también una cocina en esos veranos de ayer. Y un limonero. Son tantas las horas pasadas encaramado al limonero en busca del mejor fruto del verano que ahora no podría entenderlo ni explicarlo. Allí estaba cada día de mi vida. Y bebíamos fresca limonada, llena de aroma y de vida, que jamás he vuelto a probar, ni por casualidad ni por gusto. Era tiempo de limones y sobremesas al sol. Y anís de guindas, y café sobre manteles de cuadros. Eran, en fin, veranos en ese color irreal y espectral de las fotografías de los 80, recién desprendidas de su bella condena al blanco, negro y gris. Guapísimos, mis abuelos, dos señores y el ejemplo de una vida dura y deliciosa, en las fotos de esos cuadros que aún guardamos en Ribadeo, para no olvidar.

Cierto que avanzamos, por supuesto, en mil y una cosas. Pero lo veo, ahora a comienzos de julio, con esta reedición del verano de los selfies y la acción, y pienso en entregarme cuanto antes a unos versos nocturnos de Rilke que no me atreveré a citar de memoria. Pero con él, en su mismo cuarto debía estar Santi de Los Limones, cuando firmó su “Igual de lejos, igual de cerca”, para admitir que las cosas han cambiado para seguir igual: “Demasiada ciencia / en estos momentos / siempre se está a punto de conseguir otro invento / Tengo el mismo frío / tengo el mismo miedo / que cuando la vida se explicaba con los cuentos”.

No pueden aún estructurarnos el alma, ni archivar los registros de nuestros veranos, ni de la pesadez de la infancia en la memoria, por más que corra el siglo ansioso, y con los ojos llenos de noches enfermas, en busca de la siguiente conquista. Tal vez, si corre demasiado, nos dejará atrás a los de los versos, y se llevará solo a los de las balas, y tendremos que sentarnos en algún balcón de España a admitir que, después de todo, no estuvo mal resistirse a la contaminación del último grito, de la última tendencia, de esa estúpida obsesión por lo que ocurrirá mañana. Al fin y al cabo, escúchame bien: lo único seguro e inmutable es esto, lo que está ocurriendo en este instante. Solo el presente existe. El resto son sombras que se mueven entre los fantasmas tenebrosos, los sobresaltos del corazón, y los delirios futuristas de la razón; sin duda, los más peligrosos de todos.

Yo quiero que me guarden un amigo, y un hogar, y un montón de libros. Y los amores y la familia y los buenos corazones. Que me guarden un concierto con canciones del alma, y un par de noches en vela en algún agosto de la niñez. Y que me dejen mis veranos de otros tiempos aislados de la contaminación de la urgencia que vendrá, y del mal gusto, y del chaparrón ideológico. Eso, sin negociación posible: que me dejen mis versos bien lejos del chaparrón ideológico. Y quiero ver crecer otra vez mis geranios puros, en dos colores, con su aspereza y su tosquedad, y su sinceridad. No necesito la belleza artificial de laboratorio. Yo, al fin, como Santi Santos en esa gran exégesis de los poetas que es su canción, apuesto por las “fábricas de sueños / residuos de versos” que “no ensucian el aire / ni contaminan el suelo”. Y habrá quién no lo entienda. Por eso él mismo lo explica, y yo me subo a ese tren, mientras me pierdo, diminuto, por la curva más lejana de la vía: “Hablando más claro / solo hay algo cierto: / somos tan pequeños en medio del firmamento / Hay que ir con cuidado / hay que andar despiertos / no es verdad todo lo que se dice de estos tiempos”.
 

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