Opinión

La soledad de la caseta

Siempre me han parecido cómicos. Esos escritores, tan rodeados de ejemplares de su libro, aposentados en las casetas, con sus ojos suplicantes, y su gesto avinagrado viendo pasar la indiferencia. Año tras año. Que es pura justicia poética eso de que la Feria del Libro se celebre en el parque del Buen Retiro, pero algunos no lo entienden, y siguen arrojando obras al mundo como si por acumulación también se pudiera triunfar. Siempre los he visto, decadentes y dramáticos, y además, bastante ordinarios. Porque no se me ocurre nada más grosero que ver cómo venden tu obra en tus narices a una viejita, sin posibilidad alguna de decir: a este invito yo, señora, que está la vida muy achuchá y, a fin de cuentas, la culpa del libro es mía. Siempre me ha parecido todo eso y más, no la maravillosa Feria del Libro, sino la plaga de autores suplicantes atrincherados en sus casetas. Unos por convicción, otros obligados, como animales enjaulados en el zoo. Y sin embargo, he aceptado la invitación, y he participado por primera vez, formando parte de esa legión de presuntos decadentes. Coherencia. Ya saben.

Anuncié que firmaría allí mi libro de humor ‘Aprende a cocinar lo suficientemente mal como para que otro lo haga por ti’. La cita estaba prevista para el jueves a las siete. A media mañana, tan pronto como publiqué la convocatoria, Madrid ennegreció, y yo comprendí que había mordido la manzana, después de dos años rechazando tentadoras invitaciones. Gruesas nubes. De noche a media mañana. Un relámpago apocalíptico. Y estalló la tormenta. Cayó tanta agua que los madrileños miraban al cielo oteando ya los coros de ángeles blancos, las trompetas, y las señales de las postrimerías. Tronó más, por si había duda. Y granizó. Un detalle menor, si no fuera por la extraordinaria cualidad de resbalar que provocan esos malditos trozos de hielo cuando se acumulan en la rampa de un garaje. Ya en el suelo, muñeca en escorzo, y culo orientado a los estudios centrales de Torrespaña, comprendí que el día solo podría ser un éxito.

En canoa, logré llegar a la redacción de The Objective, en la madrileña plaza de Santa Ana; siempre inspiradora y literaria, si pasamos por alto a esos sujetos que arrojan al cielo yoyós, como armamento militar fluorescente, a los guiris que se sacan fotos con las papeleras, y a sus violinistas, los más pesados al oeste de Viena. Había dejado de llover. En el periódico la tarde transcurría extrañamente tranquila porque aún no sabíamos que Felipe VI nos iba a reservar su particular 23F para la hora del cierre. Así que robé un bolígrafo en la redacción, me coloqué en el espejo del baño los tres pelos rebeldes de las grandes ocasiones, y salí con mi cara de flamante muy flamante hacia el Retiro. Calle Huertas, como si tal cosa fuera, llena de vegetales y animales. Y es que ya se sabe que después de la lluvia, los caracoles salen al sol. Quizá por eso Huertas no era una calle, sino un inmenso crujido.

Tiene el Retiro la terrible maldición de los parques de antaño: las puertas. Así que me cité con mi ilustre ilustrador Navarro en una de ellas, mientras le esperaba en otra, como es costumbre entre artistas. Formado el equipo de firmantes, ilustrador y autor, cruzamos el desierto entre casetas, con el cielo amenazando con inundar la ciudad otra vez. Al andar, con pudor, escrutaba los ojos de los escritores sin lectores, que eran todos, excepto los que salen en televisión con el siempre literario argumento de enseñar las tetas. Las siete habían dado en el reloj. Nos esperaban en la caseta 314, mi admirada editora Laura, de Hércules Ediciones, y los encantadores amigos de la librería Gaztambide. Allí arribamos sin tiempo ya de echarnos una cerveza en el parque, que cuando las cosas se tuercen, se tuercen de verdad. Llegué y firmé y eso es bastante más de lo que pueden decir los de las casetas que teníamos alrededor, que vieron pasar las horas entre la tristeza del ciprés, la soledad de la ameba, y el fracaso del puercoespín que intenta inflar un globo.

Ya sentado en el rincón de firmar, Laura y los libreros me previenen, en un divertido ejercicio de psicología:

- Si es tu primera vez, no te desanimes. Siempre hay ratos de soledad... Paciencia. Que los escritores llegan siempre ilusionados a la Feria y luego se llevan un golpe al ver que no hay muchedumbres.

- ¿Ilusionados? –interrumpo asombrado- ¿Escritores ilusionados? El último escritor ilusionado que recuerdo es Larra. Y pensando en su final, sospecho que no supo gestionar muy bien la ilusión.

Ciertamente, sólo una aristocracia literaria enloquecida del más folclórico de los egos puede llevarse un chasco porque sus lectores no acudan a recoger sus firmas. Soy lector antes que escritor y lo único que he descubierto en todo este tiempo es que hay que mantenerse alejado de la gente a la que uno le gusta leer. Rara vez supera el autor la prueba del encuentro. Por otra parte, leer es un acto de acompañadísima soledad, y todo lo que signifique sacar al lector o al autor de sus respectivas soledades es un acto salvaje contra la naturaleza.

Con todo, llegado el momento, imposible contener la emoción de ver cómo tus prejuicios contra la Feria del Libro se quiebran, cuando la vida te concede el privilegio de descubrir los rostros de aquellos a los que has entretenido durante páginas. Y te lo dicen. Y te piden que firmes para su madre o para su hermano. Que no han podido venir y están muy apenados. Que les hará ilusión. Y te lo dicen a la cara –“¡Itxu, me reído con Aprende a cocinar… mal como hace muchos años que no me reía con un libro!”-. Y ves saltar por los aires todo ese muro digital de las redes sociales donde a menudo nos intercambiamos impresiones sin tocarnos. Porque estás palpando en sus ojos la sincera admiración por lo que escribes; y ellos no lo saben pero soy yo, entonces, en los míos, el que oculta infinita admiración y gratitud por ellos, por todos ellos. La misma, sean diez o diez mil en el Retiro. Porque hay algo mucho más inquietante que eso, y es descubrir que son ellos, los míos, mis lectores.

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