Opinión

La solitaria caza del surtidor de gasolina

Y entonces, piiiiiii, el pilotito naranja. Hoy puede ser un gran día. El de los 80 kilómetros para repostar. Es noche cerrada y la idea de salir de viaje desde Ourense por la carretera nacional quizá no está siendo tan brillante como esperaba. Desde que se han puesto de moda las autovías, las viejas carreteras nacionales están solitarias, abandonadas, decaídas, oscuras, y desiertas, en lo que a combustible se refiere. Si te sales de la calzada y te estampas en una de estas viejas vías, lo más probable es que nadie se entere nunca. Aunque peor aún es lo de la gasolina. Ya no hay gasolineras fuera de las autovías. 

¿CUÁNTOS FALTAN?
Desde que se enciende el piloto de los 80 kilómetros de combustible hasta que la aguja cae a los 10 kilómetros, transcurren aproximadamente unos dos kilómetros. Sin embargo, cuando crees que ya no tiene remedio, el contador se rehace y vuelve a marcar 60 kilómetros. No te confíes, eso es lo que quiere el contador: que te confíes. No lo hagas. Porque en menos de cinco kilómetros estarás llamando a la grúa con cara de bobo. 
La mayoría de los traductores interpretan el “faltan 80 kilómetros” como “detente de inmediato a repostar o date por jodido”, expresión malsonante en castellano, pero procedente del más refinado ruso, “jodidof”, que quiere decir “sin gasolina”. 

PRÓXIMA GASOLINERA 
Desde el paleolítico inferior, nadie se ha molestado en retirar de las carreteras nacionales los carteles de gasolineras que han quedado obsoletos. Así, esta noche he entrado en tres -anunciadas a 10, 15 y 30 kilómetros- que supuestamente estarían abiertas y no lo estaban. Una de ellas, incluso, había desaparecido, y ahora en su lugar se alzaba un bar de carretera, por decirlo de algún modo. 
Qué mal rato cuando la aguja del combustible llega a los 20 kilómetros y no hay ni una maldita gasolinera en el horizonte; ni siquiera la autovía está a una distancia factible, como dicen los neoyupppies; nada que ver con "jartible", que dicen los de Triana. Es entonces cuando empiezas a recordar los consejos para ahorrar gasolina que salen por todas partes. Apagas el aire acondicionado. Empleas marchas largas. No frenas ni loco, aunque se te cruce un tiranosaurio cargando cajas de dinamita. Cierras las ventanillas. ¿Y por qué cierras las ventanillas? ¿Estás idiota? ¿Quieres morir asado? No, es que te suena que alguien te lo dijo alguna vez. Y además, piensas, tiene su explicación: el aire entra, ejerce una presión contraria a tu cuerpo y su campo magnético, multiplicado por la velocidad del coche, que desplaza el viento a la misma velocidad a la que lo hacen los polos opuestos del eje de la tierra con respecto a su campo gravitatorio. O lo que es lo mismo: es obvio que si van abiertas, gastas más gasolina. Pero el goteo del combustible restante pesa como una losa. 

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EL ÚLTIMO TRAMO
Cae la aguja a los 15 kilómetros y yo, presa del pánico. Que me ha contado un amigo que sabe mucho de coches que los diésel, si se quedan sin gasolina, no tienen arreglo, y hay que tirarlos, y quemarlos, y romperlos, y desguazarlos a lo bestia, supongo que para que no contagien a otros. 
Además del punto muerto en las cuestas abajo, estoy intentando aprovechar el impulso en llano, cargando el cuerpo hacia adelante, suplicándole a la inercia. Así he logrado hacer cuatro kilómetros más, a una velocidad de crucero; de crucero de vitrina de salita de estar. 

QUE NO PANDE EL CÚNICO
Como en una de Alfred Hitchcock. Sin rastro de la gasolinera. He empezado a hiperventilar al ver la aguja en el “10 kilómetros” para la muerte. Diviso una gran bajada y lo celebro como un córner en una final de la Liga de Campeones que va 1-1. Buscando aprovechar al máximo la pendiente, me he encaramado a la parte delantera del auto, con el cuerpo hacia delante en posición de jaguar, pero con las garras recogidas y las manos a lo egipcio para cortar bien el viento. También he cerrado la boca para evitar resistencia, culeando como en una tabla de surf para tratar de ganar velocidad. Finalmente he afilado todo lo que podido la nariz y he plegado por completo las orejas, con el objetivo de romper la barrera del sonido. 
Así he descendido unos cien metros más y al final, muy al final, ya sobre la alerta de 5 kilómetros de combustible, he divisado una pequeña población con -gracias a Dios- una gasolinera con autoservicio nocturno y prepago. Una de esas en las que además de poner tu propia gasolina, atenderte, y cobrarte a ti mismo, tienes que hacerte la mezcla del gasóleo. Que sospecho que cualquier día me obligarán a hacer también las prospecciones petrolíferas. 

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