Opinión

Soy un superhéroe

Me ha pasado algo espeluznante y tengo que contarlo. Tengo poderes. Los tengo y en más de treinta años no los he utilizado; y eso que de un tiempo a esta parte me habrían venido muy bien. Aún estoy midiendo mis capacidades. Quiero decir que aún no me he atrevido a tumbar de un cabezazo la pared de mi habitación para entrar al cuarto de baño. Por si algo falla. Tengo, más precisamente, poderes de predicción. Eso que ahora incluyen todos los teléfonos inteligentes. Acabo de descubrirlo y escribo estas líneas en un arrobo de desasosiego.

Ocurrió esta mañana. Conducía yo por una gran avenida. Temprano. Casi madrugada. El frescor del afeitado, como en un anuncio de cuchillas, invadía aún todo el coche, y de una rendija de la ventana entraba un flujo de aire mezclado con blancos osos polares. Salpicados por la calle, peatones adormilados. Iban o venían de trabajar, otros vagaban sin rumbo. De pronto, contemplándolos en su pacífica rutina, me asaltó el presentimiento: “alguien se va a caer al suelo”. “Qué estupidez”, me dio tiempo a responderme. Y al instante, el trompazo, el gran trompazo, la madre de todos los trompazos.

No llegaba a los cincuenta e iba hecho un pincel. Delgado, pelo cano, alto y rígido. Recorría la calle como gacela llegando tarde a una fiesta de conejos. Su traje, su corbata, sus zapatos lustrosos, su teléfono entre las manos. Se superponían dos aceras a su paso. Discreta diferencia de alturas. Nada problemático para un tipo atlético, que probablemente dedica tres horas al día al ejercicio físico, y merienda una manzana para cuidar el colesterol. Y sin embargo, yo estaba allí y tenía un presentimiento, así que supongo que ya no había manzana que pudiera salvarlo. El lechón que se pegó el buen hombre pasará a la historia de las caídas matutinas más estruendosas de la Humanidad. Tal vez haya quedado constancia en el registro sismográfico nacional.

Traicionero, un pie se le trastabilló con el desnivel. El otro, reflejos de pantera en celo, quiso equilibrar la emergencia propulsando con fuerza al resto del cuerpo. El clásico error del instinto. La versión voladora de salir corriendo al detectar un problema. Y entonces lo vi a él. Cara a cara. Las manos en plancha. Pies y brazos al aire, despeinados como un ramo al final de la boda. La corbata, flotando, detenida en el tiempo, con todos sus pequeños rinocerontes verdes en simétrica ondulación, algunos ya amoratados de miedo por la inminencia del guantazo. Las cejas, estiradas. Y la boca, desconcertada, agonizante, abierta. Túneles de miedo en ahuecados ojos.

Lo siguiente fue el planchazo. Me pareció eterno el tiempo entre la suspensión y la toma de tierra. Y fue peor la consecuencia, porque rodó con el desnivel y saltó de la acera a la carretera, ocupando brevemente mi carril. Entonces frené con suavidad, aún lejos. Se levantó. Miró a derecha e izquierda escudriñando testigos conocidos. Exhaló el alivio del anonimato. Se sacudió el polvo, y tal y como hacemos todos los hombres en esas circunstancias, dijo a los que se le echaban encima para socorrerlo: “Estoy bien, gracias”. Y sonriente, rehusó toda ayuda. Antes de partir, soltó algunas miradas furtivas hacia quienes, sin solución, ya lloraban de risa por lo aparatoso del sopapo. Erguido, echó a andar velozmente, con mucha dignidad pero con una cojera manifiesta. Lo imagino a esta ahora del día ya no tan digno, en su oficina, bebiendo cápsulas de calmantes como si no hubiera mañana.

Con todo, el trompazo fue grave pero ajeno. Es decir, no conocía de nada a ese tipo y, de algún modo, no me habría conmovido demasiado si no sintiera un extraño sentimiento de culpa. Porque yo sabía que iba a suceder. Y a eso quería llegar. Tengo el poder de predecir acontecimientos y no sé cómo emplearlo. El periodismo está lo bastante mal como para que me resulte tentadora la idea de salir de madrugada en televisión, adivinando el futuro de los telespectadores.

- Buenas noches, señora. Bienvenida al programa. ¿Cuál es su nombre?

- Me llamo Loly.

- Muy bien, Loly. He estado a punto de adivinarlo, pero no quería impresionarla. Dígame, ¿qué quiere saber?

- El número del Gordo de la lotería de Navidad.

- Gracias por su llamada, Loly, buenas noches.

Me veo.

El dilema está ahora en saber hasta dónde llegan estos poderes. Quizá pueda adivinar el próximo resultado electoral, pero no estoy seguro de que para eso sea necesario tener magia en la punta de los dedos. Por otra parte, la sola posibilidad de que se expanda mi habilidad y se haga popular, me causa tanto terror que, en un ataque de incontinencia, he decidido contarlo en este lugar, convencido de que no saldrá de aquí. Imagino mi teléfono aún más humeante que de costumbre, con cientos de amigos pidiéndome que les adivine el futuro. Y que lo haga de favor, claro, que para eso están los amigos; sentencia tras la que se han cometido los mayores atracos de la historia.

Soy, en fin, un superhéroe. A estas alturas. Supongo que tendré que comprarme un traje de licra. Y una capa. Ni negra, ni roja. No soy Supermán. Ni un vampiro. Tendrá que ser verde. Pero tampoco soy el salvador del planeta, ni pretendo detener la tala indiscriminada de árboles en la jungla. Quizá sea gris. Sí, será gris. Y tendré que buscar una cabina de teléfonos para cambiarme por las noches, al salir de trabajar, antes de empezar a salvar gatitos de los tejados. Y revisar el Estatuto del Superhéroe, porque me parece una atropello que tengamos que ponernos en pelotas en las cabinas, y trabajar de noche, cuando a cualquier idiota se le ocurra una emergencia demasiado ingeniosa como para llamar a los bomberos. No sé si aguantaré este ritmo de vida. Sé que acabaré escalando al sótano para rescatarle el cachorro a alguna anciana. O me pasaré las madrugadas tapando baches para evitar caídas. O le salvaré la vida a una bella princesa, que atribuirá el milagro a su príncipe. Y todo por unos poderes que no he elegido. Ahora de pronto soy de sangre azul, la gente me tira de la capa por la calle, no puedo beber cerveza en horario infantil, y la kryptonita me pone de muy mal humor. Háganse cargo del drama. Yo, que de niño quería ser escritor.

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